Proemio
No se está ante las señas del dios que escribe con trazos naturales las texturas en las cortezas de los árboles, las huidizas formas de las nubes, las maneras del agua cuando se despeña o arremolina o la signa el viento, las figuras en fuga, no caprichosas, con que narran sus migraciones las grandes bandadas, los grafos de la eternidad en las rocas, las manchas del acecho en la piel del jaguar (Borges), la vistosa librea de la guacamayaque luce —en otro orden— el tricolor que nos simboliza como nación, los finos diseños en la contratapa de la casa a cuestas del tortuguillo, los caracteres erráticos que dejan los diminutos seres del agua en el barro del fondo de las charcas, el hilo plateado en que se deslizan y con que dibujan su paso los caracoles o el traje de etiqueta con tenues marcas de la mariposa nocturna; ni ante las frases de amor que escriben las luciérnagas en el tablero inmenso de la noche. Y no se alargue el discurso hablando de las flores en que duermen las cosechas, ni de la trama de raíces que sacan la vida de lo oscuro y charlan con las otras raíces de otras plantas en una tertulia química[1], ni de los troncos que esculpen caprichosamente en sus riberas las aguas de ríos y mares, ni de las hojas y el rumor de las hojas de la gran selva diciéndolo todo con sus miles de lenguas… Solo que pasaron millones de años antes de que hubiera oído humano que escuchara, ojo que reuniera lo próximo y lo remoto, mano que palpara y transformara y, sobre todo, palabras y trazos inteligibles para que en ellos los seres desplegaran la esencia de su sentido y lo multiplicaran a golpes de imaginación creadora hasta hacer más grande y complejo el mundo.
Pero hace ya alrededor de trece milenios llegó el paleoindio, el primordial, a la gran selva amazónica colombiana, y fue experimentando, abstrayendo, seleccionando y llenándose de todas esas voces, encontrando los diseños básicos de lo naturalmente abigarrado, y uniéndolos a los que ya traía armó su nuevo mundo y los llenó de valores simbólicos, los hizo cuerpo, gesto, coreografía y música en el rito, los pintó y los grabó en la piedra, los tramó en la cestería, los dibujó en la tela de corteza, los hizo maloca, huerto y territorio transformando el paisaje y, sobre todo, los entrelazó y los narró en el mito. Así, valiéndose de todas esas escrituras—se escribe en el aire con vibraciones que buscan un oído y un corazón para grabarse— los hizo perdurar más allá de todos los silencios. El silencio de ellos, porque la mayoría de esos pueblos indígenas ya han desaparecido, y el silencio de los otros (la mayoría de un nosotros culpable), por tratar de hacer invisibles a los primordiales, que fueron y que aún quedan. Todo por no hacerse cargo de una hermandad que aúna a los colombianos ineludiblemente en el origen mestizo, en el presente y en el futuro que ha de ser tallado a golpes de imaginación y de memoria.
Grabados y pinturas históricas porque la prehistoria no existe donde hay gente, porque la gente verdaderamente humana recuerda y narra.
Dos seres humanos sentados dialogando. Fuente: archivo del autor, 1978.
Grabados y pinturas históricas porque la prehistoria no existe donde hay gente, porque la gente verdaderamente humana recuerda y narra. Pero el antiguo —igual que el contemporáneo— no pinta y graba lo que ve: representa lo que cree ver; pinta y graba como lo siente, como lo entiende y como lo puede trazar. Y el sentir no es pasivo: es fábrica de formas, de transformaciones. Toda representación propone un enigma. Algunas con gran realismo nos reportan de inmediato lo representado, otras dan amables ayudas que permiten reconocer los temas; pero las hay que son implacables y niegan un acceso inmediato. Y todas plantean no el simple o laborioso reconocimiento de la forma y de las relaciones de las figuras, sino el siempre insondable qué se sintió y qué se pretendió decir con dicha forma y con dichas relaciones. Formas y engarces que se vuelven símbolos multifacéticos, polisémicos, porque todo ser es ese ser más todas las interpretaciones que de él se hagan. Todo en la cultura es palimpsesto. Y somos eso: cultura.
Las pinturas y los grabados en piedra en el momento de ser plasmados estuvieron acompañados de obrajes, gestos y palabras. Obrajes, gestos y palabras dejaron también su impronta milenaria en ritualidades, trazos, discursos y modificaciones del paisaje. Hay un hablar privilegiado, el mito, y lo es por lo sinuoso y dúctil, apto para decirlo todo en la red infinita, siempre abierta, que multiplica los significados tratando de fijarlos, pero que solo logra contenerlos en un momento de su perenne transformación. Algunos de esos momentos se tornan estructuras que logran durar un tanto más. Es el mito una de las fórmulas más ingeniosas que crearon los seres humanos al ir conformando en unidades de sentido —siempre abierto— todo lo exitoso y fallido que iban inventariando en su manejo de mundo y que fue configurándose como lo fundamental de lo que iba siendo su cultura. Cultura siempre cambiante pues la vida impone diversificar la acción y el concepto para acoger lo que surge del adentro o viene del afuera. El mito como palabra y canto, como gesto en el rito y trazo en la piedra, va salvando del silencio y del olvido lo fundamental de las maneras con que el ser humano maneja su mundo. Y es precisamente en esos entramados nunca estáticos que podemos entrever episodios de la historia de los pueblos que otras fuentes nos niegan.
Pero luego de la llegada de los primordiales, que se multiplicaron en innúmeras culturas, fueron arribando en el transcurso de milenios nuevas ramas del linaje humano, unas por accidente, otras por equivocación, otras por propósito. Y al llegar ya encontraban a otros que los precedieron y atestiguaron las huellas dejadas por los más antiguos, los ya aquilatados en la diversificación. Al toparse unos con otros en este crisol, multiplicaron aún más la complejidad de maneras de mirar, armar y manejar mundo[2] y de interpretarlo diciéndolo, escribiéndolo…
Un mito amazónico que habla de límites
Andaba por Peñas Negras, a pocos kilómetros de Cuemaní, poblado localizado en el curso medio del río Caquetá, reseñando en compañía del abuelo murui-muina (uitoto) Hilario López los numerosos petroglifos tallados en ese inmenso pedregal. Eso fue en 1985. En un alto en el trabajo fotográfico el abuelo me dijo, no sin cierta sorna: “Si continúas en este trabajo vamos a terminar llamándote ‘Jitoma Kuegaï’”. En la charla que siguió el sabedor dio la razón de tan remotísima posibilidad. El significado es algo así como “Sol-que-escribe”. Y la sorna no era otra que al asignar tan enaltecido nombre a un “blanco entremetido en poderosas cosas de antigua”: podría resultar un despropósito toda vez que tan formidable nominación perjudicaría a quien la use —si no se atiene a estrictas normas rituales—, en atención a las descomunales fuerzas que contiene. La explicación más a fondo llegó en la noche, cuando alrededor de la preparación y consumo del mambe[3] se contó el relato mítico pertinente.
Sol —Jitoma— es el héroe por excelencia. Hacedor de límites, con su luz mantiene ordenado el mundo. Hace una dinámica pareja con su medio hermano Luna, esa luminaria que difumina, más que aclara, y que pareciera destinado a multiplicar las sombras en la gran sombra que es la noche. Personaje travieso, indispensable para romper la monotonía del orden, que impide que el cosmos, la vida y la historia se desplieguen.
Sol —Jitoma— es el héroe por excelencia. Hacedor de límites, con su luz mantiene ordenado el mundo
El comportamiento de Sol, un ser tan rigurosamente previsible y que se ausenta al caer la tarde, puede ser objeto de alguna trampa. Es lo que hace su hermano al seducir a la esposa de marido tan regulado. Al descubrir el engaño la luminaria diurna —incandescente de ira— perseguirá al transgresor de normas, el cambiante Luna, para castigarlo. Son varios los episodios en esa larga aventura, que aún no termina y que deja una expresa moraleja: no conviene que los maridos se ausenten regularmente de noche.
En cierta ocasión Sol, para castigar al pícaro, lo engaña pidiendo que desanide unos pichones de guacamayo del hueco cercano a la copa de un gigantesco árbol. La razón es la necesidad de criarlos para, una vez emplumados, arrancarles parte del vistoso atuendo necesario en la confección de las coronas que los dos hermanos han de lucir en un baile. Pero Sol ha convertido tal hueco en una trampa transformando unas deliciosas piñas en escandalosos polluelos. Una vez que el hermano ha trepado al árbol y penetrado en la cavidad —nido abandonado de pájaros carpinteros, símbolo de la noche—, el furioso cornudo hace crecer más el árbol y lo convierte en piedra, obturando la tronera. Luego de mucho padecer y de sobrevivir precariamente, alimentándose con sus propias heces y con las piñas en que se han reconvertido los pájaros, Luna logra liberarse gracias a la ayuda de un pájaro carpintero que, al percibir el ruido que hace el prisionero y creyendo que allí se mueve un gusano, perfora de nuevo el árbol, lo que permite que poco a poco el preso se vaya asomando más y más. Esto explica las fases de la Luna.
El suertudo pícaro es luego ayudado por otro compinche habitante de la noche, Kuita, el mico nocturno[4], quien al tragarse un caimo en la entrada de la cueva deja caer su baba; esta se torna bejuco y por este Luna puede descender y escapar de su prisión.
Pero se da un episodio extraordinario. Durante las largas noches en que estuvo encarcelado, Luna oyó el murmullo de un arroyo al pie del árbol. Cuando descendió no vio corriente alguna de agua; sin embargo, al examinar los yerbajos notó que todos estaban inclinados en la misma dirección. Además, como prueba definitiva de que por allí sí había discurrido un río, encontró escamas de peces y otras evidencias acuáticas. Entonces supo que esa misteriosa agua no era otra que la que corre libre por el mundo, sin obedecer a cauce alguno porque ella antecede todo y de ella salió todo lo que es.
—Un agua sin contexto ha de ser muy apropiada para urdir una poderosa brujería vengativa —se dijo Luna pensando en tomar desquite de los sufrimientos pasados por causa de la acción de su hermano. Acto seguido, practicó una pequeña cavidad en la tierra y esperó la noche. El agua primordial se hizo presente y parte de ella quedó empozada. Luna fue ampliando la poceta hasta volverla una gran laguna y allí puso, a punta de conjuros, muchos peces, y en especial confeccionó con madera dos grandotes, que tuvieron el encargo de devorar a su hermano Sol y a su mujer. Luego, haciéndose el inocente, regresó a la tribu, a la que invitó a barbasquear en una laguna repleta de peces que recién había descubierto en su ausencia. Todos concurrieron y se atarearon en la operación. Como nada sospechoso acontecía, el prudente Sol y su infiel mujer también entraron en el agua y ahí fue cuando los enormes peces antropófagos los atacaron. Pero Sol, pasado un tiempo, emergió terrible de las aguas y desde entonces persiguió implacable a su medio hermano, en tanto que su esposa, convertida en estrella, siguió coqueteando con Luna en las noches llenas de luminarias en que la luz del Sol-de-la-noche, tendiéndose como un arco hasta volverse un círculo perfecto, va cazando y devorando estrellas.
el mito está ahí para llenarse de nuevos contenidos porque es reflejo del transcurrir de la vida, en que siempre aparecen cosas nuevas, insólitas, que han de estar consteladas en un relato para que cobren plenitud de sentido.
Pero hay versiones de este delicioso relato que, a la manera de una colcha con diversos decorados, van enriqueciendo el mitema central. Es que el mito está ahí para llenarse de nuevos contenidos porque es reflejo del transcurrir de la vida, en que siempre aparecen cosas nuevas, insólitas, que han de estar consteladas en un relato para que cobren plenitud de sentido.
En una de ellas —sustentada por otros sabedores distintos a don José García (mi principal preceptor en asuntos de sabiduría amazónica), como los abuelos enókayi López y Chuumugüio de Araracuara, entre otros— se cuenta cómo, en la vindicta en que se empeña Sol en contra de su hermano Luna, aquel comienza su persecución desde donde van los ríos (amazónicos) y asciende por ellos hasta las elevadas cordilleras andinas, para ocultarse en ellas a renovar su fuerza en la sombra primordial de la noche arcaica. En su marcha, calcinando la tierra, va quemando las selvas y dejándolas reducidas a pastizales, a grandes sabanas, reticuladas de tanto en tanto por las cintas paralelas de bosque que solo podían crecer en las húmedas y fecundas orillas de los grandes ríos y riveras, cuyas aguas mermaron por su fuego[1].
Sol se va deteniendo a mediodía para tomar descanso, orientarse y seguir su infalible ruta. Para entretenerse traza las figuras de múltiples seres en el barro fresco de las riberas del gran río mítico (el Amazonas y luego el Caquetá); son los diseños básicos de los seres que poblaran la tierra. De tarde, se detiene en la cresta de la cordillera (¿Andes?, ¿mesetas de Araracuara?) y desde allí contempla su obra y la calcina con su fuego trocando el barro en piedra[2]. Pero no solo es este tramo del proceso cosmogónico el que cumple día a día el padre Sol; se preocupa por establecer, mediante diferentes figuras emblemáticas grabadas en las rocas, los puntos en que las diversas tribus que se disputan la rica y estratégica región de Araracuara pudieran tener tránsito libre por donde cruzar al otro lado del río. Así se evitarían las guerras. Por eso la figura más representada y con mayores variaciones en los petroglifos presentes en los roquedales ribereños de la región de Araracuara muestra las maneras como los humanos han de sentarse para dialogar y solucionar conflictos.En una lectura amplia, el mito muestra que los petroglifos servían como identificadores tribales. La presencia de determinados diseños y representaciones de animales y otros entes totémicos delimita las fronteras de etnias y clanes, ya no solo determinando los pasaderos de los ríos en lugares estratégicos. Y todo ello acompañado de la presencia masiva de los antropomorfos sedentes… Una invitación a convertir las fronteras en ámbitos de enriquecedores encuentros y no en “cicatrices de guerras”.
Sol se va deteniendo a mediodía para tomar descanso, orientarse y seguir su infalible ruta. Para entretenerse traza las figuras de múltiples seres en el barro fresco de las riberas del gran río mítico (el Amazonas y luego el Caquetá); son los diseños básicos de los seres que poblaran la tierra.
Pareja de antropomorfos sentados frente a frente en actitud de diálogo. Petroglifo situado en la región de Araracuara, río Caquetá. Fuente: archivo del autor, 2016.
Las marcas del Sol
Cuando el mundo era blando
Sol, con sus dedos de luz
trazó los mil diseños
en el barro primero.
Allí fijó la sierpe del origen,
el mico y el paujil,
los loros parlanchines
y la copiosa hueste de los pueblos del agua.
Y también dejó impresa
la figura del hombre,
ante todo,
en la pose ritual de estar sentado
con brazos levantados
en el gesto de diálogo y de paz.
Y evitando las guerras
fijó en las riberas
los diversos emblemas de los pueblos,
para que así el uitoto y el muinane,
el andoke, el bora y el miraña
y todas las tribus que por allí andaban
tuvieran pasaderos en el río
sin suscitar contienda.
Ya luego de ocuparse en sus blandos obrajes
descansando en la cumbre de las cordillerías
Contemplaba su obra cada tarde.
Y calcinaba aquel barro con su fuego
para que vuelto roca permitiera
recordarle a los hombres los comienzos.
Referencias
Urbina, F. (2004). Dïïjoma: el hombre-serpiente-águila. Convenio Andrés Bello.
Van der Hammen, M. (1992). El manejo del mundo: naturaleza y sociedad entre los yukuna de la Amazonia colombiana. Tropenbos.
[1] Y saben varias lenguas, y unas a otras se advierten de los peligros que representan los deforestadores: ganaderos y acaparadores de tierras. Y es fama divulgada por las cenizas de los incendios que se están poniendo de acuerdo para no seguir purificando el aire y así se termine esta enfermedad que le salió a la tierra: la especie humana, que destruye su propia morada.
[2] Esta excelente expresión se la debemos a María Clara van der Hammen (1992).
[3] Preparación ritual y consumo tradicional de la coca. Las hojas verdes y frescas son tostadas a fuego lento (igual que la palabra en el pensar) y trituradas hasta volverlas polvo (análisis minucioso del discurso), para luego revolver con cenizas de hojas secas de yarumo (traer a cuento relatos de antigua y opiniones opuestas), cernir la mezcla en una talega de trama fina (selección final del aserto) y, finalmente, consumir el finísimo polvo por la boca porque es alimento del cuerpo y de la mente, que suavemente estimulada da con la palabra justa y la graba para aplicarla en la cotidianidad.
[4] En otra de las muchas variantes del mitema —infidelidad de la esposa de Sol— figura Kuita como el amante, y el acto ocurre en el bañadero familiar, donde la mujer concurre con el achaque de lavar la ropa antes de que amanezca. Un episodio de este largo relato queda sintetizado en la llamada pileta del Cacique, en la fuente de Lavapatas, en Uyumbe. En la pared de esta poza artificial, en que según la tradición se bañaba el cacique, están representados la mujer, el mico en dirección a ella y el Sol: un rostro que emerge al fondo entre dos estructuras y que muestra sus ojos cerrados. Kuita llega hasta el punto, como ser nocturno, de devorar al Sol-viejo. La cópula traicionera dará origen a Luna, medio hermano de Sol-joven. Entre los dos matan intencionalmente a Kuita y accidentalmente a la madre.
[5] El mito conserva aquí la traumática experiencia por la que pasaron las culturas amazónicas cuando, al prolongarse una sequía, las selvas llegaron a desaparecer y se convirtieron en sabanas. El principal de esos fenómenos ocurrió en el paso del Pleistoceno al Holoceno. Por otra parte, Sol, como casi todo héroe cultural —siguiendo las teorías de Pródico de Ceos y Evémero de Mesina— personifica sucesos complejos tales como la migración de un pueblo que dejó marcas desde el bajo Amazonas, ya no solo hasta el pie de la cordillera andina, sino hasta rebasarla influyendo incluso en culturas tales como la de Uyumbe (San Agustín).
[6] Esos trazos que en el mito supuestamente Sol hace son los petroglifos, literalmente: glifo en la piedra, grabado. Son el resultado de practicar surcos intencionales en la piedra, generalmente con otra más dura. En el mito traído a cuento, Sol graba con sus dedos de luz… es la mítica del antiguo quehacer fotográfico.