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La Ciudad Universitaria en Bogotá. La ilustración en la “Revolución en marcha”

El campus en Bogotá: la condensación de una serendipia histórica

El 5 de agosto de 1938 se abrió al público el campus de la Universidad Nacional de Colombia, que por su solvencia funcional y estética puede catalogarse como la más potente fundamentación espacial de la Modernidad en el país, y en particular de los postulados de lo que luego sería llamado el movimiento moderno de la arquitectura y el urbanismo.

El acontecimiento se desarrolló con presencia del presidente Alfonso López Pumarejo en el estadio universitario, escenario de la apertura de los Primeros Juegos Bolivarianos. Pero a pesar de que para esa fecha junto con el coliseo ya se había completado el trazado vial y se avanzaba en la construcción de las facultades de Derecho, Artes, Medicina Veterinaria y Ciencias, al parecer nadie se percató de que con la multitudinaria asistencia realmente se efectuaba la inauguración de las más significativas instalaciones de la historia de la ilustración en el país[1].

Por lo demás, todo era el resultado de una serendipia de la historia. Dos hechos políticos sucedidos en diciembre de 1935, cuya ocurrencia a miles de kilómetros el uno del otro no les auguraba ninguna relación, fueron determinantes para la realización del evento: el sábado 7, en Bogotá, el Congreso expidió la Ley 68, orgánica de la Universidad Nacional, que en su artículo 5 dispuso la construcción de la Ciudad Universitaria, y el 31, en Berlín, por disposición del gobierno nazi el joven y exitoso consejero gubernamental de construcciones Leopoldo Rother quedaba cesante debido al origen judío de su familia (Pinilla, 2017, pp. 48-49; Devia, 2006, p. 37).

Por indicaciones de un cuñado que comerciaba café en Hamburgo, quien por comunicaciones con el consulado colombiano en ese puerto, estaba enterado de los requerimientos de arquitectos que había hecho López Pumarejo (1886-1959), Rother (1894-1978) llegó a Bogotá en junio de 1936. Aquí conoció a Fritz Karsen (1885-1951), que —otra coincidencia— como él había nacido en Breslau (hoy Polonia) y a quien, a pesar de su excelente carrera como pedagogo, también por cuestiones ideológicas habían obligado a salir de Alemania.

Después de una sistemática reflexión conjunta los dos interpretaron la dimensión exacta de lo que estaba proponiendo el primer mandatario, y una vez definido el diseño urbanístico del campus, en marzo 28 de 1937, lideraron el equipo que se dispuso en el Ministerio de Obras Públicas para ordenar y construir el territorio del saber que hasta hoy ocupa nuestra alma máter.

Es posible que tanto la resonancia y actualidad del evento deportivo como la significación de una efemérides local —la conmemoración al día siguiente de los cuatrocientos años de la fundación de la capital— expliquen el silencio en las informaciones periodísticas sobre la trascendencia política y cultural que para la nación tenía la puesta en funcionamiento de la Ciudad Universitaria.

El sentido del multitudinario suceso era, sin embargo, sustancial. Para Alfonso López Pumarejo, su gran gestor, se trataba de uno de los últimos eventos que encabezaría como presidente de la República en su primer periodo (1934-1938): en dos días empezaría a ejercer Eduardo Santos, elegido hasta 1942[2].

Desde una perspectiva más general y más compleja, la que corresponde a los intereses de la nación, constituía la entrega efectiva a la ciudadanía de un territorio de aproximadamente 140 ha[3] para albergar en un solo lugar el primer centro de educación superior dedicado decididamente a promover el pensamiento crítico, la investigación científica y la sensibilidad artística. El objetivo era alimentar, sistematizar y extender la formación académica y profesional moderna del país en todas las disciplinas.

En consecuencia, era también la inauguración del espacio público del siglo XX en Bogotá mediante la materialización urbanística y arquitectónica de uno de los primeros campus universitarios de América Latina (Arango, 2013, p. 356).

Se trataba de la fijación tangible en el territorio nacional del más consistente logro cultural del programa de la “Revolución en Marcha” (PReM): redefinir, reestructurar, actualizar, cualificar y democratizar la educación superior en el país bajo el liderazgo de la Universidad Nacional —cuyo emplazamiento y edificación jalonaban y dinamizaban el devenir metropolitano de Bogotá hacia el occidente— para consolidar su pretensión de modernizar el conjunto de nuestra sociedad.

El eco perenne de la silenciada inauguración del campus

Ante la enorme trascendencia estructural y material de la construcción del campus es muy difícil saber qué estaba pensando el presidente López Pumarejo una vez se alejó de las instalaciones universitarias aquel atardecer de hace 85 años. Pero es posible imaginar que dejar el complejo educativo funcionando —incluso albergando la sede de un evento internacional— tenía que haber significado para él la constatación del cumplimiento de su mayor apuesta política como gobernante.

Solo podemos barruntar sus sentimientos, pero tenían que ser muy profundos: veintiún años después, cuando la universidad le otorgó el doctorado honoris causa, seis meses antes de su fallecimiento, a los 73 años, recordó que su padre, Pedro A. López, fue “quien primero tuvo entre nosotros la idea de organizar la Ciudad Universitaria, en las postrimerías del siglo pasado” y que la fundación de esta no fue, para él mismo, “sino el deseo de un colombiano que no tuvo universidad, de que todos los colombianos que se sientan inclinados al estudio encuentren siempre un Estado que les brinde oportunidad de hacer una carrera” (Aguilera, 2000, pp. 128 y 131).

Hoy, avanzando la tercera década del siglo XXI, la ciudadanía colombiana ha demostrado su madurez política con la elección de un gobierno nacional que por primera vez en más de doscientos años no está sometido a las imposiciones de las castas tradicionales. La modernización, a su vez, se ha materializado en los procesos de construcción de las urbes que albergan en este momento a más de 38 de los cincuenta millones de colombianos. La mayor de estas, la metrópoli bogotana, se desarrolló efectivamente, como planteaban López Pumarejo y su equipo de gobierno, alrededor del campus.El compromiso presidencial con la consolidación referencial del complejo espacio-cultural del territorio universitario había alcanzado ya en aquel viernes de hace casi noventa años un alto nivel de arraigo en el imaginario colectivo y en el inconsciente de la proyección histórica. El despliegue de creatividad que implican los logros de la ilustración colombiana mencionados en el párrafo anterior demuestra que, a pesar de los ingentes y profundos ataques ulteriores de los sectores más reaccionarios y violentos de la sociedad colombiana, ese arraigo sigue manteniendo su vigencia desde la perspectiva de nuestro desarrollo como sociedad en el siglo XXI.

“Desde una perspectiva más general y más compleja, la que corresponde a los intereses de la nación, constituía la entrega efectiva a la ciudadanía de un territorio de aproximadamente 140 ha para albergar en un solo lugar el primer centro de educación superior dedicado decididamente a promover el pensamiento crítico, la investigación científica y la sensibilidad artística.”

La pretensión moderna: hacia el conocimiento y la creatividad para todos

Ciertamente la Ciudad Universitaria no surge como un rayo en cielo sereno, sino que se construye como respuesta a requerimientos tejidos en el orden sociopolítico por el atraso colombiano: la necesidad de inaugurar la modernidad en esta formación social para ubicarla en el siglo XX en el ámbito del conocimiento científico, la experimentación tecnológica y la generalización y democratización de la sensibilidad y la creatividad artísticas, a la par con su indispensable articulación al desarrollo económico capitalista.

La historiografía muestra la clara intención modernizadora que inspiraba la formulación del PReM para superar el atraso en el que se había sumido esta formación social, específicamente tras cincuenta años de hegemonía conservadora,      que amenazaba la viabilidad misma de la nación     . Han de tenerse en cuenta en este punto las circunstancias históricas      del momento: el mundo estaba saliendo de la Gran Depresión      y se aproximaba,      sin tener plena consciencia de ello     , a la hecatombe de la Segunda Guerra Mundial.

Los elementos filosóficos que, aunque sumergidos, sustentaban esta coincidencia —     digamos, fenomenológica— en todo caso le exigían un gran despliegue planificador a la aspiración modernizadora del gobernante. En efecto, con la elucidación intelectual, cultural y política resultante de la controversia argumentativa se creaban unas dinámicas interpretativas de una complejidad que jamás se había percibido en el país y que, por tanto, no tenían cómo resolverse en los atrasados marcos de consideración y resolución que arrastraba la sociedad desde el siglo XIX.

De esa dialéctica de confrontación surgió la consciencia nítida de que la educación era un campo esencial que exigía un cambio profundo de concepción de su lugar en la sociedad si —como lo exponía de manera enfática el mismo López Pumarejo, ya elegido presidente— se aspiraba a lanzar y consolidar el nuevo proyecto de nación.

Así, aunque el proyecto estaba liderado por un hombre que jamás se graduó en una universidad (Tirado, 1986, p. 65), cabe resaltar la comprensión intelectual que él alcanzó de lo que podía significar la introducción de Colombia en ese nuevo mundo que de manera convulsa se estaba definiendo en el resto del orbe —lo que hoy podemos ver como la consolidación de la Modernidad—. Tal comprensión alcanza su máxima expresión en la dilucidación del papel que la educación superior jugaba en la consolidación epistemológica del proyecto, su implementación práctica y la construcción de una nueva cultura que en el ámbito nacional debería impactar tanto las formas de pensar como de actuar y de interrelacionarse en todos los ámbitos de la vida individual y colectiva.

La arquitectura instituida en Colombia por la Revolución en Marcha

La concreción de este planteamiento empieza a tomar cuerpo en la decisión de apostar por algo que no había pensado nadie en el país: la edificación de un gran complejo      arquitectónico que diera albergue a la ilustración para todos y sirviera      además      como constatación tangible e instancia referencial de la llegada al país de un nuevo prospecto de sociedad soportado en el conocimiento     , la ciencia, el arte, la creatividad y la cultura.

El presidente lo formuló de manera nítida ante el Congreso refiriéndose directamente a su proyecto universitario:

Pretendemos hacer Universidad, y modesta pero resueltamente nos proponemos empezar por constituir un cuerpo armónico de edificios en donde vaya a funcionar ese instituto. No se me oculta que Oxford, Cambridge, Heidelberg, debieron ser primero corporaciones intelectuales, y luego hacerse acreedoras al desenvolvimiento material que hoy tienen, [pero en nuestro caso es preciso primero] darle conformación material, y luego tratar de infundirle un espíritu a las piedras que van a ser la visible representación de su existencia. (Mensaje presidencial de López, en Tirado, 1986, p. 223; énfasis añadidos)

A pesar de que la construcción de la Ciudad Universitaria fue una de las apuestas más publicitadas y controversiales de las planteadas por el presidente desde el inicio de su mandato, y de que permaneció en el ámbito publico durante todo el gobierno, no se conocen      —ni a su favor ni en su contra— análisis disciplinares serios, científicos, metodológicos, producidos entre 1934 y 1938. En todo este tiempo la discusión y la reflexión arquitectural brillan por su ausencia.

Este silencio de la arquitectura resulta atronador si      por otro lado consideramos      las dimensiones de la intervención que implicaba el desarrollo del c     ampus, con sus 140      ha     : alcanzaba entre el 6 % y el 7 % del territorio construido en ese momento en la ciudad. Es decir, si      pensáramos en una acción equivalente en la      actualidad estaríamos hablando de un lote de más de 3     000      ha     .

En el momento histórico en el cual la sociedad colombiana reconoce la necesidad de un espaci     o para albergar la educación superior      como elemento esencial de la ilustración, no cuenta con la masa crítica arquitectural que le permita solventar esa necesidad de forma sistémica y racional (Arango, 2002, p. 21).

Esta carencia era tan notable      ya en 1935, como es evidente en la exposición que hizo el presidente ante el Congreso     , que la idea del campus se consideró un requerimiento arquitectónico inaplazable. Esto es, además de erigir edificaciones, se trataba de construir símbolos que representaran y fijaran en el imaginario colectivo, en el horizonte referencial,      el proyecto de sociedad al cual se estaba invitando tan decididamente.

En una elaboración de neto corte moderno, más que una reconvención al cuerpo político de la      nación, lo que López Pumarejo dejaba consignado en su mensaje era la demanda histórica de la fundación en el país de un campo del conocimiento que aún no aparecía en el espectro de pensamiento y reflexión     , pero era indispensable para sustentar una sociedad más o menos decente     : el de la estética y la funcionalidad de la existencia individual y colectiva.

Al año siguiente la reforma universitaria llenó ese vacío cultural y científico mediante el Acuerdo      38 de 1936 del Consejo Directivo, que instituyó la Facultad de Arquitectura y Bellas Artes (Durana, 1937).    

     Así, era claro que la arquitectura del campus, desde su concepción, excedía el mero sentido de servir simplemente de contenedor a lo que sería el principal centro de pensamiento, investigación y formación académica      construido por esta sociedad.

Se trataba en lo fundamental de edificar un lugar referencial para la nueva sociedad: construir el campus como símbolo de la Colombia urbana moderna     .

En el fondo se trataba de la instauración de nuevos signos para modernizar a una n     ación que      se mantenía adherida a la idealización de sus héroes de la Independencia y que no había sido capaz de construir simbologías que complementaran a la bandera, el himno y el mapa nacional (Rincón, 2015, pp. 63-98).

     Se signaba así la orientación de la apuesta política por una formación social que pretendía tener en el conocimiento científico, la racionalidad del pensamiento, la fundamentación rigurosa de la crítica y la exposición pública y democrática de la sensibilidad estética los soportes de una forma distinta de enfrentar tanto las relaciones internas como aquellas que se dan con las demás sociedades del orbe.

Ese proyecto pedagógico, académico y científico exigía una nueva espacialidad, más compleja, más democrática y ambientalmente más liberadora: ese era el campus.

Esto era justamente lo que no se comprend     ía. No solo por la agitada y violenta pugnacidad, sino por el discurso y la reflexión que lo proponían. Particularmente porque el trazado que finalmente se acordó para el territorio universitario representaba un horizonte intelectual, vivencial, arquitectónico, estético, cultural y político que, por ser moderno, se colocaba muy lejos de las referencias que determinaban la disciplina en nuestra capital y en todo el país.

El campus proclama la ciudad

Con la preeminencia de los constructores en los referentes era imposible que se pudiera asimilar rápida y acertadamente el complejo aporte innovador que hacían los arquitectos liderados por Leopoldo Rother y Fritz Karsen, que dibujaban, cotejaban y volvían a proyectar el campus hasta completar más de treinta versiones del proyecto de la nueva Universidad Nacional.

Ahora bien, para el bloque gubernamental, a diferencia de lo que pasaba con los sectores reaccionarios, las dinámicas de estudio, determinación, investigación y debate que demandaba el proyecto tuvieron una enorme significación futurista que le permitieron, desde un ángulo analítico diferente, vislumbrar otro irrefrenable cambio estructural que ya comenzaba a incubarse en la sociedad colombiana como conjunto. Se trataba de la transformación demográfica y de poblamiento del territorio nacional, la materialización de la urbanización del país, que traería como consecuencia la instauración de las ciudades como forma de existencia, y      particularmente      la conformación de la metrópoli bogotana[4].

La pertinencia política, social, económica y cultural de la propuesta presidencial creció y empezó a demandar procesos de refinamiento, ampliación y complejización de sus componentes originales. En efecto, con la elucidación del futuro urbano de la nación[5] ya no se trataba solamente de recuperar a Colombia de la coyunda conservadora.

“Se trataba en lo fundamental de edificar un lugar referencial para la nueva sociedad: construir el campus como símbolo de la Colombia urbana moderna.”

Una vez identificadas la tendencia demográfica territorial y la consecuente concentración de hombres y mujeres, mercancías y procesos, flujos y velocidades, concepciones y anhelos que constituían el nodo fundamental de la vida urbana, para el PReM se abría otro enorme ámbito complejo de actuación.

Además de superar el pasado para subsanar sus consecuencias fatales, había que dotar a la sociedad de elementos potentes para afrontar un futuro ciudadano que ya había empezado a halarla hacia entornos relacionados con ciencia y tecnología, innovación, discernimiento y libre examen, pensamiento crítico y rigor analítico.

En este marco se concreta el escenario desde el cual el campus y su diseño urbanístico comienzan a configurar su múltiple destino simbólico. De un lado, en tanto su edificación representa el advenimiento cultural, económico y ambiental de la Modernidad y sus particulares modos de conocimiento, racionalidad y sensibilidad en Colombia. Del otro, en términos estéticos, formales y funcionales porque su emplazamiento abre el espacio de la ciudad al desarrollo de la arquitectura y el urbanismo modernos.

Fue bien significativo que lo imperativo de esta instauración simbólica proviniera de la lucidez de la reflexión presidencial primigenia sobre el verdadero sentido de la apuesta por la universidad, la ilustración y la sensibilización estética de la vida nacional. Todo eso se expresó luego en la consciencia de quienes lideraban, con Rother y Karsen, la materialización de la propuesta transformadora, que entendieron la necesidad acuciante de iniciar tan rápido como fuera posible la construcción del campus.

Por su parte, el simbolismo urbano y ciudadano moderno se fue fraguando paralelamente con el proceso de afinamiento cultural y programático de la Ciudad Universitaria.

Aquella demanda de construcción —de arquitectura y urbanismo— del presidente conllevaba una clara dimensión política: tenía que ser asumida como una de las primeras determinaciones consolidadas para diseñar las estrategias y metodologías de actuación que garantizaran, de un lado, el cumplimiento del programa gubernamental en el cuatrienio y, del otro, en el orden estratégico, que las obras y realizaciones adelantadas no pudieran ser revertidas una vez López Pumarejo dejara el poder.

De allí que los planteamientos del rector y otros colaboradores del proyecto, consignados en el número 6 de la Revista de las Indias (Zalamea, 1937),además de dar un completo panorama programático de la validez cultural, científica y funcional de la Ciudad Universitaria, profundizaran el significado y las proyecciones estructurales de la relación entre Bogotá y el campus. Dicha argumentación constituye la exposición consciente y razonada —eminentemente urbanística— del primer proyecto netamente moderno de la historia de nuestra arquitectura y nuestro urbanismo.

Al dejar expreso en los documentos el papel dinamizador, de pivote, del ordenamiento universitario en el desarrollo urbano de la capital[6], el discurso gubernamental —cuya composición, especialmente luego del arribo de Leopoldo Rother, en junio de 1936, contaba con el aporte de varios arquitectos extranjeros— expresaba por primera vez y de forma consciente, racional y contundente uno de los postulados esenciales del movimiento moderno, del cual en el país no se podía tener ni la menor idea: la inevitable y extraordinaria relación de la arquitectura con la ciudad.

Para principios de 1937 el proyecto universitario había alcanzado, pues, una gran claridad con respecto a las determinaciones mutuas que se irían a instalar en las relaciones entre la universidad y la ciudad, las cuales no se limitarían a los aspectos meramente materiales y constructivos.

El entorno reflexivo moderno, en el cual vivía la formulación del proyecto, permitía encontrar otras proyecciones conceptuales, teóricas y filosóficas de la propuesta educativa cuando se avanzaba en las preguntas ontológicas y teleológicas de ese constructo campus-ciudad requerido por la “Revolución en Marcha”:

¿Qué debe ser hoy la universidad? ¿Cuál es su verdadera misión en nuestros tiempos?... No solo los hombres de ciencia o los profesionales salidos de sus aulas, sino las grandes masas ciudadanas se plantean ya el problema de la universidad… Cuatro finalidades principales… parece que podría tener una universidad en el siglo XX… La cuarta, en fin , sería la de influir en toda la vida social, extendiendo a la colectividad entera, en la medida de lo posible, el fruto de las tareas universitarias. La Universidad sería entonces la autoridad científica de la ciudad. La inspiraría, la ilustraría, le aconsejaría mejoras culturales y sociales. (Zulueta, 1937, p. 28)

Por todo lo anterior es lícito llegar a la conclusión de que los gestores del proyecto universitario —esto es, el gobierno nacional y específicamente los diseñadores, Leopoldo Rother y Fritz Karsen— hacia el inicio del primer semestre de 1937 habían alcanzado una claridad diáfana sobre la trascendencia y significación programático-urbanística de la Ciudad Universitaria como determinante del futuro urbano bogotano. Por ende, ambas —ciudad y universidad—, se concebían como esenciales para la transformación estructural de la nación en su acceso al siglo XX, objetivo último de la implementación del PReM.

Todo ello quedó plasmado en el ordenamiento del territorio universitario, determinado por la dirección que la prolongación de la calle 45 hacia el interior del terreno le dio al trazado vial que todavía hoy sigue vigente.

Así pues, desde otra perspectiva pero en el mismo sentido fundacional, lo que se estaba abocando por primera vez en la historia nacional con el diseño del campus era la formulación consciente —esto es, pensada a priori, vale decir, planificada— de la más compleja intervención de desarrollo espacial de la incipiente urbe que estaba próxima a cumplir cuatrocientos años.

Con ello, el campus se convertía en el más importante programa urbanístico realmente moderno que se hubiese planteado en Colombia. La pieza urbana fundamental, determinante del despertar bogotano de su largo y pesado pasado provinciano.

el campus se convertía en el más importante programa urbanístico realmente moderno que se hubiese planteado en Colombia. La pieza urbana fundamental, determinante del despertar bogotano de su largo y pesado pasado provinciano.”

Hoy, en el siglo XXI, la población vuelve a convocar al campus

Considerando los trascendentales hechos políticos que llevaron a la inauguración el año pasado de una forma inédita de concebir y ejercer el poder gubernamental en nuestro país[7] y la situación (social-económica-política-cultural) dramática que a nivel orbital evidenció la experiencia del covid-19, es incontrovertible la trascendencia de los centros urbanos colombianos en las definiciones del tipo de sociedad que estamos construyendo.

Así, se abre una enorme posibilidad de que la universidad en general y la Nacional en particular tengan un protagonismo esencial en el proceso de llevar a Colombia a los espacios y procesos del siglo XXI.

Esa es la dimensión de su responsabilidad. No solo porque la universidad cuenta con la mejor base de sustentación de la investigación y el análisis crítico de la estructura y el funcionamiento de las ciudades del país, y de fundamentación racional de las eventuales propuestas con las cuales dotarlas con los elementos que las cualificarían como ámbitos en los que la vida digna es posible para todas y todos     . También porque, como hemos demostrado en estas páginas, estaría volviendo ahora críticamente a su singular origen.

Referencias

Aguilera, M. (2000). Alfonso López Pumarejo y la Universidad Nacional de Colombia. Bogotá: Unibiblos.

Arango, S. (2002). Historia de un itinerario. Bogotá: Unibiblos.

Arango, S. (2013). Ciudad y arquitectura: seis generaciones que construyeron la América Latina moderna. Bogotá: FCE.

Devia, M. (2006). Leopoldo Rother en la Ciudad Universitaria. Bogotá: Escuela de Arquitectura y Urbanismo / Universidad Nacional de Colombia.

Durana, G. (julio de 1937). “Informe del rector de la Universidad Nacional”. Revista de las Indias, 1(6), 31-45.

Horkheimer, M. y Adorno, T. W. (1994). Dialéctica de la Ilustración: fragmentos filosóficos. Madrid: Trotta.

Pinilla, M. (2017). De Prusia a la cuenca del río Magdalena: la tradición clásica fecundada por el trópico en la arquitectura de Leopoldo Rother (tesis de doctorado). Universidad Nacional de Colombia, Bogotá.

Rincón, C. (2015). Avatares de la memoria cultural en Colombia: formas simbólicas del Estado, museos y canon literario. Bogotá: Pontificia Universidad Javeriana.

Tirado, A. (1986). El pensamiento de Alfonso López Pumarejo. Bogotá: Biblioteca Banco Popular.

Zalamea, J. (julio de 1937). El Gobierno y la nueva universidad. Revista de las Indias, 1(6), 20-27.

Zulueta, L. de (julio de 1937). La universidad en el siglo XX. Revista de las Indias, 1(6), 28-30.

[1] Al otro día, 6 de agosto de 1938, el periódico El Tiempo de Bogotá titularía a todo lo ancho de su primera página: “Con una brillante ceremonia se inauguraron ayer los Juegos Bolivarianos”.

[2] De hecho, fue este quien clausuró los juegos en el estadio El Campín dos semanas después.

[3] Esta fue la extensión inicial del predio. Posteriormente, por efectos de los desarrollos urbanísticos de la ciudad, fue reduciéndose hasta quedar en las 121 ha que hoy albergan a la Universidad.

[4] Esa dilucidación quedó consignada en una serie de documentos que publicó hacia mediados de 1937 el Ministerio de Educación en el sexto número de la Revista de las Indias.

[5] En menos de treinta años dejaría de ser una sociedad rural para convertirse en una netamente urbana.

[6] Proceso de urbanización que ya era tangible y que, por lo demás el discurso presidencial consideraba indispensable para consolidar su “Revolución en Marcha”.

[7] Que en muchos aspectos recuerda las condiciones políticas que dieron origen a la enorme transformación de nuestra universidad que hemos detallado en este escrito.

 

AUTOR

Fernando Viviescas Monsalve

Arquitecto Urbanista con maestría en Desarrollo y Demografía Urbanos del Institute of Latin American Studies (ILAS), de la University of Texas.Es Investigador, profesor, teórico, crítico y consultor; autor y coeditor de diversas publicaciones.

Fue Vicerrector de la Sede Bogotá de la Universidad Nacional de Colombia, Decano de la Facultad de Arquitectura en la Sede Medellín y Profesor Emérito en la misma institución.
Fue Subdirector de Planeación del Instituto Colombiano para el Fomento de la Educación Superior.

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