La vigencia cabal de una democracia no depende simplemente de la fuerza pública, ni de los medios de comunicación, ni de los partidos políticos ni de los mismos gobiernos. Ni siquiera de todos ellos al tiempo. Depende, además, de una fortaleza moral —encarnada en la sociedad, alimentada por el sentimiento ciudadano, proyectada desde la variedad de sus ciudadanías y la diversidad de sus intereses— que estimula a los integrantes del cuerpo social a vivir en convivencia.