En ese ambiente aparecen entonces los primeros intentos sistemáticos de investigación. Así, Teofrasto (371-286 a. C.) en la antigua Grecia, a quien Linneo denominó “Padre de la Botánica”, escribió dos tratados sobre las plantas: De historia plantarum y De causis plantarum. En este último hace una lista descriptiva de plantas medicinales. Comienza así la investigación botánica con orientación farmacológica, y es el higo (Ficus carica), en especial por sus propiedades curativas como antiséptico, uno de los objetos de sus investigaciones.
El interés por las propiedades medicinales de las plantas ha acompañado al hombre desde siempre. Con el descubrimiento de América aumentó inmensamente la cantidad de plantas con propiedades curativas conocidas hasta entonces en el Viejo Continente. Esto suscitó el interés de los estudiosos. Fue así como en 1552 Martín de la Cruz y Juan Badiano —mexicanos, profesores del Colegio de Santa Cruz en México, fundado en 1536— escriben un tratado de botánica y farmacología donde describen las plantas de la medicina mexica. Es de anotar que en el Hospital de Naturales de México, fundado en 1553, se utilizan no menos de diez medicamentos derivados de plantas mexicanas de efectos comprobados junto con las utilizadas por la medicina europea de su tiempo.
La investigación botánica farmacológica se llevaba a cabo en hospitales y monasterios en forma privada, pero es Felipe II de España quien decide darle un apoyo estatal al fundar la Real Botica en 1594, para la investigación farmacológica sobre plantas americanas, entre otros temas.
En América aparece la malaria o paludismo con la llegada de los primeros descubridores europeos. Para esta terrible enfermedad no había medicina alguna, hasta que precisamente de América aparece un remedio eficaz, la quina. Esta es descrita como medicina por primera vez por el padre jesuita Bernabé Cobo en 1635 en su Historia del Nuevo Mundo, donde recoge la tradición popular de que el polvo extraído de la corteza de quina, árbol que crecía en la provincia de Loja (Ecuador), era remedio efectivo contra las fiebres producidas por la malaria. Cinco años después esos polvos curan a la esposa del virrey del Perú, conde de Chinchón. Poco después, en 1663, el médico sevillano Gaspar Caldera de Heredia describe los resultados obtenidos con la aplicación de los polvos de corteza de quina a enfermos de malaria en Sevilla. Por ese entonces era fundada en Londres la Royal Society of London for Improving Natural Knowledge. El primer informe científico sobre el árbol de la quina lo publicó Charles Marie de La Condamine (1701-1774) en París en 1740. La Condamine fue el famoso naturalista, matemático y geógrafo francés que participó en la expedición franco-española de la medición del meridiano en Quito (Ecuador) y retornó a Europa por la ruta del Amazonas. Con muestras y descripciones de La Condamine, Carl Linneo (1707-1778) clasificó el árbol de la quina asignándole el género Cinchona en honor a la curación de la virreina del Perú.
“Todos los seres vivos pueden dar origen a maravillosos descubrimientos en el campo farmacológico: hongos, proteínas, tejidos de origen animal, todos encierran secretos que nos ofrece la naturaleza para encontrar soluciones a nuestras dolencias.“
En el siglo XVIII se afianza el estudio metódico de la naturaleza. En los albores de la ciencia moderna experimental los científicos solían reunirse en tertulias que son el origen de las academias. Así, la Tertulia Literaria Médica Matritense de 1733 se convierte en la Academia Médica Matritense, reconocida oficialmente por Felipe V en 1734. Luego Fernando VI en 1755 funda el Real Jardín Botánico en Madrid. Seguidamente, por iniciativa de la Academia de París pero con la aceptación de Carlos III, se funda en 1777 la Real Expedición Botánica de Perú y Chile, la cual concluye en 1788 tras hacer importantes investigaciones sobre la quina en Perú. Después, en 1783, por iniciativa de José Celestino Mutis y del arzobispo-virrey Antonio Caballero y Góngora, Carlos III funda la Real Expedición Botánica del Nuevo Reino de Granada, que se convierte en una especie de universidad de ciencia en el virreinato de Nueva Granada y que en el campo de los estudios sobre la quina recibió los importantes herbarios recolectados por Sebastián José López Ruiz (Panamá, 1741-Bogotá, 1832) en Panamá, Francisco José de Caldas (Popayán, 1768-Santafé de Bogotá, 1816) en 1803 en Loja —en donde levantó el mapa de la región de los árboles de la quina— y José Manuel Restrepo (Envigado, 1781-Bogotá, 1863) en Antioquia en 1807. Todos estos científicos neogranadinos y otros más a través de la ciencia adquirieron la confianza suficiente para rechazar los planes borbónicos de hacer de la Nueva Granada una colonia como las de los ingleses, franceses y holandeses de su tiempo. Ese rechazo condujo a la independencia, por lo que se desató una cruel guerra que terminó destruyendo el avance científico logrado por la Expedición hasta 1813.
El desarrollo de la química en esos años fue fundamental para identificar el principio activo de la corteza de la quina, la quinina, alcaloide obtenido por dos investigadores franceses en 1820, Pierre Joseph Pelletier (1782-1824) y Jean Bienaime Caventou (1795-1877) a partir del sulfato de quinina. En la década de 1850 los espías industriales ingleses Clements Markham (1830-1916) y Charles Letger (1818-1905) y el holandés Justus Hasskarl (1811-1894) establecieron extensos cultivos de quina en sus colonias. A partir de tales cultivos las farmacéuticas industriales producían la quinina que comercializaron en todo el mundo, y aunque han aparecido drogas sintéticas equivalentes, aún sigue utilizándose la quinina como componente de drogas antimaláricas. El esfuerzo antimalárico es la operación de salud pública más grande de la historia de la humanidad y se ha basado en la quina.
Pero la ciencia moderna nos muestra que no todos los medicamentos tienen un origen vegetal. Todos los seres vivos pueden dar origen a maravillosos descubrimientos en el campo farmacológico: hongos, proteínas, tejidos de origen animal, todos encierran secretos que nos ofrece la naturaleza para encontrar soluciones a nuestras dolencias.
A finales del siglo XIX y principios del XX se hicieron descubrimientos que marcaron la historia de la medicina en el mundo. Louis Pasteur (1822-1895), uno de los nombres más notables en la historia de la biología y la medicina, descubre la existencia de los microorganismos y concluye que muchas de las enfermedades son causadas por algunos de estos gérmenes. Asimismo, observa que algunas enfermedades son adquiridas al consumir alimentos contaminados, describe el método para eliminar los microorganismos causantes de estas infecciones mediante el calentamiento controlado y suficiente para eliminarlos y patenta el correspondiente proceso: la pasteurización. Refuta la idea de la generación espontánea sustituyéndola por el proceso de trasmisión de información genética, el cual implica que todo organismo proviene de otro. Probó que las enfermedades se transmitían por el contagio de los patógenos y promovió la idea de la higiene en la medicina, desconocida hasta ese momento. Mucha fue su investigación y muchos fueron sus aportes a la ciencia y a la medicina. Siempre tuvo presente su tan conocida frase “La suerte solo favorece a las personas preparadas”.
A principios del siglo XX el médico escocés Alexander Fleming (1881-1955), mientras trabaja en el Hospital St. Mary de Londres, hace dos descubrimientos muy importantes al encontrar sustancias biológicas para combatir las infecciones. Ambos hallazgos ocurrieron en forma accidental, lo que demuestra la gran capacidad de observación de este investigador. Descubrió la lisozima después de que los fluidos provenientes de un estornudo cayeran sobre el recipiente de un cultivo de bacterias. Notó unos días más tarde que en el lugar donde habían caído las gotitas de fluido nasal las bacterias habían sido destruidas y no podían continuar su crecimiento. En otro experimento con bacterias patógenas, al revisar los cultivos, observó que en uno de los recipientes sin su tapa correspondiente había crecido un hongo contaminante, y comprobó que las bacterias alrededor del hongo no crecían. El hongo contaminante, el Penicillium notatum, producía una sustancia natural con efectos antimicrobianos que impedía el crecimiento bacteriano, la penicilina. En 1945 obtuvo el Premio Nobel de Medicina por sus importantes hallazgos sobre cómo combatir las infecciones y las enfermedades.
“Desvelar los secretos de la naturaleza implica una observación inteligente de un fenómeno. Esta observación puede provenir de la tradición o de un científico preparado para identificar un hecho relevante.”
Después de estos descubrimientos se abre todo un mundo de investigación en la búsqueda de nuevas sustancias antibióticas, cómo producirlas y cómo convertirlas en nuevos medicamentos. Al ingresar al laboratorio de Fleming en el Hospital St. Mary, en Londres, se presenta un folleto para divulgar sus experimentos con una caricatura muy ingeniosa sobre cómo producir la lisozima, también presente en las lágrimas. La imagen muestra a unos niños caminando en una fila muy ordenada. En la siguiente escena aparece un enfermero dando látigo a un infante que llora, luego otro enfermero recoge las lágrimas del niño y las transfiere a un pequeño frasco marcado con la palabra “Antiséptico”, el niño continúa su recorrido y recibe una pequeña recompensa por contribuir en la consecución de la sustancia. Naturalmente esa tecnología para obtener la lisozima, aparte de ser un poco cruel, no es práctica.
Los péptidos antimicrobianos son moléculas importantes en la inmunidad innata, en general son secretados por células epiteliales y están presentes tanto en animales como en plantas. Pueden actuar produciendo lisis directa de los microorganismos. También se han descrito como moduladores del sistema inmune entre la inmunidad innata y la inmunidad adaptativa. Ha sido de nuestro interés en el Laboratorio de Genética Humana de la Universidad de los Andes la búsqueda de nuevas sustancias antibióticas para combatir las bacterias multirresistentes, y esta línea de investigación ha sido orientada hacia el estudio de péptidos antimicrobianos encontrados en las secreciones de la piel de anfibios. El método utilizado para la obtención de las secreciones fue una pieza clave para el desarrollo de la investigación. Utilizamos la metodología de microórganos, diseñada y patentada por el profesor Eduardo Mitrani de la Universidad Hebrea de Jerusalén. Los pequeños cortes de piel se comportan como un órgano, tienen actividad celular y, por tanto, las secreciones presentes en el medio de cultivo son recuperables. Posteriormente, a estos compuestos se les determina su actividad antibiótica en diversos microrganismos, y luego de un trabajo dispendioso de biología molecular se escogen los péptidos, se sintetizan y se determina su actividad biológica.
“El primer paso requiere la educación para la formación de científicos. El segundo paso exige el apoyo económico a la investigación científica. El tercer paso implica la protección de las patentes para cubrir el costo económico del desarrollo tecnológico.”
Desvelar los secretos de la naturaleza implica una observación inteligente de un fenómeno. Esta observación puede provenir de la tradición o de un científico preparado para identificar un hecho relevante. El segundo paso es la comprobación científica de la observación, que debe explicitar las condiciones para su repetición y, en el caso de la farmacología, demostrar la efectividad del medicamento resultante. El tercer paso es convertir el resultado de la experimentación en una tecnología que haga posible la producción en masa del medicamento para beneficio del público. El primer paso requiere la educación para la formación de científicos. El segundo paso exige el apoyo económico a la investigación científica. El tercer paso implica la protección de las patentes para cubrir el costo económico del desarrollo tecnológico.