Mauricio García Villegas.
Instituto de Estudios Políticos y Relaciones Internacionales (IEPRI) de la Universidad Nacional de Colombia - Editorial Planeta Colombiana S. A.
Luego del sorpresivo resultado del plebiscito en el que se esperaba que una abrumadora mayoría avalara los acuerdos alcanzados entre el gobierno y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia-Ejército del Pueblo (FARC-EP), la polarización entre unos y otros condujo a conformarnos con una paz “chiquita e imperfecta” en la que, sin embargo, están sentados los cimientos de una sociedad más equitativa y justa, así como algunas de las posibles soluciones a los problemas asociados a la espiral de violencia que solo ha tenido una breve tregua tras las negociaciones de La Habana.
En medio de una incertidumbre cada día más generalizada con respecto al futuro del acuerdo final, 25 intelectuales entre los que destacan Alejandro Gaviria, Mauricio García Villegas, Margarita Garrido, Sergio Jaramillo, Jorge Orlando Melo, Antanas Mockus, Rodrigo Uprimny, Juan Gabriel Vásquez y Moisés Wasserman, hacen un análisis general de las posibles causas y soluciones a la actual encrucijada, ante el inminente riesgo de que sea un capítulo más en la historia de un pueblo sin memoria, incapaz de restaurar los valores de sus principios éticos y morales.
Ser parte de un país en el que su diversidad cultural y geográfica es una de sus mayores riquezas ofrece la oportunidad enorme de doblar esta página de la historia para recuperar la confianza entre defensores y detractores del acuerdo, al amparo de un Estado legítimo en el que instituciones democráticas y con auténtica presencia en los territorios cuenten con herramientas legales y eficaces para hacer frente a las distintas formas de violencia, producto del narcotráfico en su gran mayoría.
El reto de construir un país en el que la repartición de la riqueza deje de ser tan inequitativa e ineficiente y al fin se logre la paz, coinciden académicos y escritores, dependerá de consolidar los acuerdos, en aras de establecer un modelo económico mucho más incluyente y respetuoso con el medio ambiente, en el que la educación de calidad y al alcance de todos permita cerrar la enorme brecha originada en tiempos coloniales, causa de buena parte de los actuales males.
La solución a problemas tan viejos como la corrupción, por ejemplo, debería concentrarse en atacar aspectos como el de prácticas clientelistas, ausencia de proyectos bien pensados y elaborados en detalle, acumulación de poder y falta de pesos y contrapesos, así como una desconfianza generalizada que induce comportamientos corruptos, en los que el discurso demagógico termina convertido en una de sus formas.
El anhelo para mejorar a Colombia necesariamente deberá partir del reconocimiento sobre la complejidad en alcanzar logros tan deseables como la justicia social, la democratización, la protección de la naturaleza o el desarrollo económico, de tal manera que soluciones parciales dejen de verse como metas definitivas, y en el que la recuperación de la mutua confianza entre Estado y sociedad se convierta en el principal lubricante de la paz.
Se trata de una tarea que demandará tiempo y grandes esfuerzos, debido en buena medida a que el pasado que nos parece ahora tan desconocido y distante se ha encargado de hipotecarnos el porvenir, sumiéndonos en el afán de lo inmediato y el vernos enfrentados a un sinnúmero de problemas urgentes que deben resolverse a diario.
Construir una identidad que permita reconocernos en una nación a partir de la paz contribuiría a que enfrentemos esos problemas con reformas democráticas significativas para corregir el rumbo y reparar las injusticias de un país en guerra, producto de un Estado al que con frecuencia se le cuestiona su legitimidad y capacidad de cohesionar al conjunto de la sociedad.
Advierten los expertos que el acuerdo final no solo deberá corregir las injusticias que originaron más de medio siglo de violencia, sino también aquellas producto del conflicto armado, junto con la necesaria reparación de las injusticias causadas y el establecimiento de una justicia transicional capaz de garantizar los derechos de protección y no repetición para las víctimas, en la que sus victimarios al fin rindan cuentas por sus crímenes.
El futuro de nuestra sociedad dependerá en buena medida de la capacidad que tengamos para negociar una versión amplia y suficiente de nuestro pasado, quizá necesariamente mediada por las artes, en la que todos los ciudadanos podamos reconocernos e identificarnos, y a partir de la cual seamos capaces de alcanzar una auténtica reconciliación que nos permita comprender y perdonar dolores propios y extraños.
Aprovechar la oportunidad histórica para cerrar la brecha entre mundos rurales y urbanos, caldo de cultivo de una población marginada, en condiciones de extrema pobreza y falta de oportunidades, dependerá también de que al fin se resuelva el problema del campo, junto con la clarificación y garantía sobre los derechos de propiedad de la tierra.
Puesto que el proceso iniciado en La Habana solo comienza con la firma de los acuerdos, los cambios requeridos para alcanzar un futuro distinto al de la violencia no serán posibles si no se articulan esfuerzos para movilizar en favor de la paz a la gran mayoría de ciudadanos –campesinos, indígenas, afrodescendientes, empresarios, universidades, organizaciones sociales, miembros de la Iglesia-.
Los retos son inmensos y apenas comienzan.