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Entre el Darién y Urabá Las dinámicas en la frontera colombo-panameña

Ilustración por: Cristhian Saavedra

Luego se extendió hasta denominar una gran provincia que fuera conquistada y poblada por el pueblo cuna, en un proceso del oeste hacia el este entre los siglos XVI y XVIII, que llegó hasta las riberas del río Sinú. No obstante, el límite natural y administrativo del Darién se fijó en el río Atrato. Posteriormente, en los siglos XIX y XX, las dinámicas fueron a la inversa, del este al oeste, en lo que fuera el sur de la gobernación de Cartagena, teniendo como un epicentro fundamental la región de Urabá, que limitaba con el Darién por el golfo de Urabá y el río Atrato. La contigüidad entre ambas regiones ha hecho que sus dinámicas se confundan, pese a las ostensibles diferencias geográficas y de causalidad en términos históricos, aunque necesariamente muchas de ellas se entrelazan o son complementarias. Por lo mismo, buena parte de lo que sucede en esta frontera noroeste colombiana no se entiende sin sus múltiples relaciones, tejidas a través del tiempo entre los ríos que salen de las montañas interiores hacia la costa Caribe.

Pero el Darién no solo es la vertiente Caribe, sino que igualmente incluye territorios sobre la costa del Pacífico, donde los cunas también se establecieron. En la actualidad esta parte corresponde al municipio de Juradó, topónimo que hacer referencia al “río de cunas”. Este entorno es el menos conocido y el más olvidado, pese a su importancia estratégica y a sus dinámicas terrestres y, sobre todo, marítimas. Son escasos los diálogos entre las vertientes del Pacífico y del río Atrato, a pesar de las comunicaciones y rutas terrestres y fluviales establecidas desde hace siglos; aún menores son las relaciones entre el Pacífico y el Caribe, no obstante los variados proyectos de canales para comunicar ambas costas.

Sobre tales dinámicas hace referencia este texto, para caracterizar así sea de manera somera ese territorio fronterizo entre desconocido y mítico, por aquello del “tapón del Darién”, cuyas problemáticas actuales llaman la atención del país debido a su condición de corredor de migración hacia Norteamérica.

Las haciendas y plantaciones: orígenes de una economía

Entre 1880 y 1920 se establecieron en el Urabá y el Darién enclaves productivos agrícolas, alimentados en buena medida por la situación estratégica regional con respecto a las obras del Canal de Panamá (el proyecto francés inició en 1881 y fue sustituido por el proyecto norteamericano, que se extendió hasta la inauguración del canal en 1914), pero también por argumentos de soberanía propios de principios del siglo XX. Estas situaciones definieron momentos de auge de actividades productivas y extractivas que también tuvieron que ver con el comercio internacional, especialmente hacia Estados Unidos, y el comercio nacional hacia la ciudad de Cartagena.

Un primer momento se presenta hacia la década de 1880. Comerciantes cartageneros como Juan Carlos Olier, sirio-libaneses como Abuchar Hermanos o la sociedad A. & T. Meluk, y aventureros e inversionistas norteamericanos como Henry Granger o Warren C. Buell establecieron explotaciones hacendatarias a orillas del mar Caribe, en Acandí, el bajo Atrato o sus afluentes —el Salaquí, el Sucio, el Peye o el Tanela—, el Chigorodó, el León, el Currulao, o el Apartadó (estos últimos confluyen en la culata del golfo de Urabá). Esos empresarios abrieron las primeras tierras ganaderas —con pastos importados—, las primeras plantaciones de caucho, las pioneras fincas bananeras e, incluso, las primeras agroindustrias —la hacienda Sautatá, por ejemplo, que permaneció activa hasta mediados de la década de los treinta en tierras que hoy forman parte del Parque Natural de los Katíos—. Todos ellos tenían sus propios barcos para comerciar desde las islas de San Blas hasta Cartagena, pero también para contrabandear y exportar legal e ilegalmente hacia Panamá y Estados Unidos. Varios extraían las maderas preciosas y las embarcaban directamente a los mercados externos bajo la mirada complaciente de los funcionarios y la débil presencia estatal que, incluso, debía acudir a sus barcos para ejercer las funciones de control.

Los colonos, pese a sus solicitudes de amparo, vieron decepcionados cómo el Gobierno los dejaba a su suerte, por lo cual debieron seguir su camino de colonización hacia el lado del Darién que quedó en manos de Panamá.

Un segundo momento fue alimentado por los temores derivados de la separación de Panamá. Bajo el argumento de generar soberanía e impedir más desmembraciones territoriales el gobierno de Rafael Reyes creó en 1905 una inmensa inspección de Policía, la del Darién, que entregó para su manejo al general Daniel Ortiz. Este fue el comandante del fracasado ejercito de “reintegración nacional” que se acantonó entre Sautatá, Titumate y Acandí con la pretensión de invadir y recuperar Panamá. Más de 2000 hombres llegaron del interior del país, muy pocos regresaron y la mayor parte murieron de hambre y paludismo, olvidados y negados por el propio Gobierno ante las presiones de Estados Unidos. El general Ortiz no solo fue inspector con funciones de alcalde en ese gran territorio, sino el promotor de la Compañía Colonizadora del Darién, que conformó con comerciantes cartageneros. Si bien el éxito comercial y empresarial fue relativo, de allí se derivaron otros proyectos que durante varios años más explotaron las costas del Darién chocoano.

Finalmente, un tercer momento fue alimentado por el avance de las obras del Canal de Panamá, su inminente culminación y su apertura en 1914. Esto desató una fiebre de baldíos en los territorios de Urabá y el Darién. Desde inversionistas extranjeros hasta políticos y familias de la elite colombiana se hicieron a grandes concesiones allí. Al Consorcio Albingia, de origen alemán, por ejemplo, en 1911 le fueron entregadas 4997 hectáreas de tierras baldías, en las que desarrolló el proyecto de explotación bananera de Puerto César, en la culata del golfo de Urabá, el cual estuvo activo por varios años. En Bogotá se formó en 1913 la Compañía Colonizadora de Urabá, con la pretensión de cultivar caña de azúcar y banano, entre otros productos. Así como estas, otras empresas, entre ingenuas y grandilocuentes, tal vez no pasaron de su promoción inicial. Pero de esta feria de baldíos también participaron personajes como Luis Cuervo Márquez, que en 1918 recibió 200 hectáreas solicitadas en 1914 y quien curiosamente fue nombrado ministro de Gobierno en 1919. Igualmente fueron beneficiados Fabio Lozano T., Rafael Moure, Joaquín de Mier, Carlos Cuervo Borda, entre otros, quienes también solicitaron tierras en 1914, las que les fueron adjudicadas entre 1916 y 1918, todos amparados en bonos territoriales.

Toda esta dinámica de entrega de tierras a dirigentes, empresarios e inversionistas implicó la negación de los derechos de los indígenas cunas y de los colonos establecidos, lo que generó tensiones e incluso la expulsión de unos y otros. Los colonos, pese a sus solicitudes de amparo, vieron decepcionados cómo el Gobierno los dejaba a su suerte, por lo cual debieron seguir su camino de colonización hacia el lado del Darién que quedó en manos de Panamá. Por otro lado, debido a las nuevas actividades extractivas y productivas, se atrajo una oleada de trabajadores y nuevos migrantes a estas tierras, procedentes de los pueblos costeros desde Barú hasta Morrosquillo, indígenas y campesinos de origen zenú de las tierra de Sucre y las sabanas de Córdoba, conocidos como sinuanos o “chilapos”, y negros chocoanos del alto y medio Atrato e, incluso, de la región del San Juan, los cuales fueron determinantes para fortalecer los pueblos existentes y fundar nuevos caseríos tanto en el Urabá como en el Darién: Apartadó, Arboletes, Damaquiel, San Juan de Urabá, entre otros pequeños asentamientos.

El Urabá: proyecto antioqueño

La senda del mar fue trazada para los antioqueños desde el siglo XIX. La antigua provincia confinada entre los dos ríos —el Cauca y el Magdalena— se había trazado la meta del puerto en el golfo de Urabá, primero por el río Atrato y después por el Camino Nacional de Frontino. La primera avanzada empezó en 1893, cuando el Gobierno nacional le otorgó al departamento de Antioquia 100 000 hectáreas baldías entre Frontino y Cañasgordas, precisamente hacia el río Atrato, para incentivar la colonización, lo que marcó en la práctica el descenso de las montañas hacia las planicies de Urabá. Con la reforma político-administrativa del gobierno de Rafael Reyes en 1905, si bien se le cercenó la provincia del sur para formar el departamento de Caldas, se le anexó parte de la banda oriental del río Atrato y el territorio de Urabá, con lo cual logró el anhelado objetivo de tener la salida al mar, reclamada por varios decenios como un “derecho histórico”, argumento también esgrimido desde Cartagena para no ceder dicha franja.

En este juego de intereses políticos y territoriales que implicó el desmembramiento de los antiguos estados, bajo el argumento de tener control y soberanía territorial, un gran perjudicado en este caso en particular fue el departamento del Cauca, y de manera específica el Chocó, al que directamente pertenecía este territorio.

Ante el vacío estatal, entre finales del siglo XX y principios del XXI la respuesta a los grupos guerrilleros del EPL y las Farc fueron las cuestionadas Convivir, grupos de vigilancia privada permitidos inicialmente por el gobierno, y los grupos de autodefensa financiados por bananeros y empresarios.

El propósito de los antioqueños fue conectar este territorio de la manera más expedita con Medellín, primero con el fallido Ferrocarril de Urabá y después con la carretera al Mar e incluso con una empresa aeronáutica, Umca (Urabá-Medellín Central Airways), liderada por Gonzalo Mejía y formada en 1932, que como su nombre lo indica enlazaba la capital con el aeródromo ubicado en Turbo, a la vez conexión con Panamá y Centroamérica. Pero la principal obra y de mayor impacto fue la carretera, cuya orden de construcción se expidió en junio de 1926, pero que tardaría veintinueve años en ser inaugurada, como efectivamente ocurrió el 28 de enero de 1955, en el gobierno de Gustavo Rojas Pinilla.

Los objetivos eran fortalecer la evangelización, controlar la población ya existente de procedencias étnicas y regionales diferentes a la “antioqueña” y, sobre todo, colonizar, desde la perspectiva tanto del colono y los comerciantes que llegaron a la par de la carretera como de la visión del empresariado antioqueño que había impulsado el proyecto. Había que extender e intensificar lo que consideraban que apenas estaba en sus principios: la ganadería y la agricultura, tal y como lo expresó Luis M. Gaviria hacia 1930. De hecho, a medida que avanzó la carretera se taló la selva y la tierras aledañas cada vez más se volvieron extensos potreros, hasta que en los años sesenta comenzaron los cultivos de banano con el apoyo de la Frutera Sevilla, filial de la United Fruit Company. Ya para la segunda mitad de esta década se experimentó un importante auge productivo y de exportación de la fruta, lo cual marcó el sendero de la agroindustria en esta región y fue inicio de lo que posteriormente se llamó “el Eje Bananero”, desde Mutatá hasta Turbo, con la extensión de la producción no solo de banano, el más importante producto, sino de la ganadería y la palma africana, entre otros. Pero este auge derivó en la especulación de tierras, ya fueran baldías u ocupadas, con los consiguientes efectos de expulsión poblacional y un nuevo ciclo de huida y búsqueda de nuevas tierras —una parte hacia la serranía del Abibe y otra hacia el Darién—, aunque también marcando el nuevo fenómeno de crecimiento poblacional en medio de la pobreza y la marginalidad urbana en barrios precarios de municipios como Turbo, Apartadó y Carepa.

Dos rutas son significativas para ilustrar las dinámicas de paso del Urabá hacia el bajo Atrato y los distintos conflictos derivados: la de Bajirá y la de Lomas Aislada. La una, el proceso de ocupación de las tierras de Bajirá, que comenzaron a ser pobladas en la década de los sesenta por campesinos, principalmente sinuanos y algunos antioqueños, a los que se sumaron negro-chocoanos que convergieron allí, pero cuya dinámica de poblamiento se incrementó de manera notable con la apertura en 1974 de la carretera Caucheras-Bajirá —desprendida de la carretera al Mar—, que además trajo más campesinos antioqueños. Esto implicó no solo acelerar la deforestación y el cambio de usos del suelo, sino la formación del pueblo de Belén de Bajirá, hoy motivo de disputa territorial entre los gobiernos de los departamentos de Antioquia y Chocó.

La segunda ruta, entre El Tigre y Lomas Aisladas, es el mítico tramo de la carretera Panamericana que da entrada al denominado Tapón del Darién. Diseñado entre 1971 y 1972, su construcción empezó en 1978 y se suspendió en 1982, en el gobierno de Turbay Ayala. Su apertura permitió otro flujo de colonización-deforestación, con fuertes impactos ambientales que llegaron hasta las ciénagas de Tumaradó y Tumaradocito. El tramo debía superarlas, pasar el río Atrato, seguir por el Parque Nacional Natural Los Katíos —creado en 1973— y continuar por este hasta Palo de Letras, en el límite de Panamá. Estas rutas viales y de colonización, que siguen el ejemplo de la carretera al Mar, son señaladas como parte del problema de continuidad de la carretera por el Darién colombiano hacia el panameño, que por décadas ha frustrado el sueño de conectar la Patagonia con Alaska.

En el Pacífico, por ejemplo, en el corregimiento Cacique de la bahía de Cupica, Pablo Escobar tuvo, camuflado entre la selva, uno de sus mas grandes laboratorios, con su propia pista de aterrizaje y su vivienda.

A las problemáticas de tierras del proyecto agroindustrial antioqueño en el Urabá se empezaron a sumar en la década de los setenta los conflictos sociales de los trabajadores del agro y las luchas políticas, que comenzaron a ser parte de la realidad cotidiana, entre los partidos, los sindicatos y la insurgencia armada, cuya presencia incluyó el recurso a la combinación de todas las formas de lucha. Ante el vacío estatal, entre finales del siglo XX y principios del XXI la respuesta a los grupos guerrilleros del EPL y las Farc fueron las cuestionadas Convivir, grupos de vigilancia privada permitidos inicialmente por el gobierno, y los grupos de autodefensa financiados por bananeros y empresarios.

A la espiral de violencia y masacres que vivió la región de Urabá se agregaron los conflictos derivados del narcotráfico, aunque este no se desliga de las dinámicas paramilitares. La geoestratégica ubicación de la región, la histórica porosidad producto de sus rutas marítimas, fluviales y terrestres centenarias —ya fueran por el golfo o por Bajirá o Lomas Aisladas, hacia el Atrato y el Darién— y el ausente control del Estado impulsaron el contrabando, el ingreso de armas y precursores, y la exportación de narcóticos hacia Panamá, Centroamérica y las Antillas.

Del Darién al Urabá chocoano

La primera vez que a la parte norte del Chocó se le denominó Urabá fue en junio de 1911, cuando se creó la Comisaría Especial de Urabá. No es coincidencia que haya sido en el gobierno del antioqueño Carlos E. Restrepo, uno de los impulsores del proyecto colonizador de la región. Poco a poco fue quedando atrás el Darién y cada vez pesaba más el Urabá chocoano. Tal vez una manera de ver las intenciones en este lado del Atrato y del golfo con respecto al otro lado. O como señalaba en su visión eugenésica Luis López de Mesa, en un artículo de la revista Progreso de Medellín en 1927: “En la región de Urabá convendría fomentar una aldea modelo en que se tratase de aclimatar buena raza para comenzar a dominar el Atrato étnica y económicamente”.

Pronto las dinámicas implementadas en Urabá fueron teniendo consecuencias en el Darién. La búsqueda de nuevas tierras de colonización impulsó a sinuanos y campesinos antioqueños a pasar el golfo y subir por las bocas del Atrato hacia sus afluentes —el Unguía, el Tanela o el Cutí, entre otros—; ya fuera por iniciativa propia, como la liderada por el sinuano Pedro Coronado en el valle del Tanela para fundar Santa María la Nueva en 1960; por orientaciones religiosas, como los evangélicos que entraron en conflicto con Coronado y fundaron su propio pueblo, Gilgal en 1964, o producto del socialismo cristiano liderado por el padre claretiano Alcides Fernández, quien apoyó la fundación de Balboa, también en 1964. El gobierno nacional, por intermedio del Incora (Instituto Colombiano de la Reforma Agraria), lideró en 1963 el “Proyecto n.° 1. Colonización en el Urabá chocoano”, que dejó como producto un gran número de adjudicaciones rurales. Estas dinámicas de poblamiento fortalecieron los principales centros urbanos, como Unguía y Acandí, pero también otros centros urbanos menores, como Titumate o San Francisco.

A la par de este proceso colonizador agrícola ocurrió una acelerada expansión de la frontera ganadera entre 1963 y 1976, que tumbó selva para dar paso a pastos puntero, pará y elefante. Entre 1976 y 1985 este fenómeno se multiplicó, asociado a las actividades del narcotráfico, que encontraron allí lugares estratégicos para la producción y distribución hacia el exterior, tanto por las rutas de las dos costas —Caribe y Pacífica— como por las rutas terrestres, las trochas que cruzan las montañas en la frontera con el Darién panameño. En el Pacífico, por ejemplo, en el corregimiento Cacique de la bahía de Cupica, Pablo Escobar tuvo, camuflado entre la selva, uno de sus mas grandes laboratorios, con su propia pista de aterrizaje y su vivienda. Aunque hoy Cupica y Juradó son considerados puntos de menor peso en las rutas del Pacífico colombiano, siguen siendo estratégicos por el paso hacia Centroamérica. Mientras que el Caribe fue y sigue siendo ruta apetecida por sus sitios estratégicos y playas, que implicaron construcciones suntuosas motivo de disputas y de leyendas populares.

Todo este marco histórico de poblamiento y desplazamiento, de disputa y conflicto, se da en un territorio estratégico, primero en el orden panamericano y después en el global.

La guerrilla también encontró allí espacio como lugar de descanso, hospital y retaguardia durante muchos años, hasta que en la década de los noventa las autodefensas y el paramilitarismo entraron en su persecución, en unos casos en clara connivencia con fuerzas del Estado. Ejemplos de esto fueron las operaciones “Genesis” y “Cacarica”, que en 1997 afectaron comunidades indígenas y afrodescendientes de los ríos Salaquí, Truandó y Cacarica, causando muerte, destrucción y desplazamiento en unos casos hacia Bocas del Atrato, en otros a Turbo e, incluso, a Panamá. Ahora, luego de los Acuerdos de Paz y la reinserción de las Farc, hacen presencia las disidencias de esta guerrilla, el ELN y las denominadas Autodefensas Gaitanistas de Colombia o Clan del Golfo.

Todo este marco histórico de poblamiento y desplazamiento, de disputa y conflicto, se da en un territorio estratégico, primero en el orden panamericano y después en el global. Lo que fuera un área de control zoosanitario para evitar el paso de la fiebre aftosa de Suramérica a América Central y del Norte —entre 1975, cuando el Tribunal del Distrito de Columbia prohibió al gobierno de Estados Unidos apoyar la construcción de la carretera Panamericana por el Darién, y 1991, cuando se certificó que el programa ICA-USDA, formulado y puesto en funcionamiento, fue efectivo para el control de dicha enfermedad— mutó en ese mismo periodo en una gran y estratégica área de protección ambiental y de biodiversidad. Primero con la creación en Colombia del Parque Nacional Natural Los Katíos en 1973, realinderado en 1979 para sumar 72 000 ha, y después, en 1980, con la creación  por parte del gobierno de Panamá del Parque Nacional del Darién, que ocupa prácticamente toda la frontera y es ocho veces más grande que su homólogo colombiano. Esa importancia estratégica ambiental y de biodiversidad implicó que la Unesco los declarara sitios de Patrimonio Natural Mundial, uno en 1981 y el otro en 1994, y en el caso panameño, Reserva de la Biosfera en 1982.

Un corazón verde. Puente de biota y fauna entre América Central y del Sur. Disputado y habitado por comunidades históricas que, incluso, hacen de cerros como el Takarkuna (Tondón Yala), lugares geosimbólicos de su origen. Pero también está rodeado y transitado por caminos que, de ancestrales lugares de migraciones de ida y vuelta, han devenido rutas de ilegalidad para el intercambio de armas, narcóticos, maderas, metales preciosos y, más recientemente, seres humanos que mueren o dejan parte de su vida tratando de sobrevivir en esas trochas para llegar a un destino incierto. Distintas rutas que pasan la frontera por mar y por tierra: las del Pacífico, por Juradó; la de Bajirá, por Riosucio hacia el río Cacarica-Palo de Letras, hasta llegar a Paya-Boca de Cupe-Yaviza en Panamá; las de Turbo y Necoclí, hacia el río Acandí-Pata de la Loma para llegar a Metetí, o la transitada por siglos hasta Puerto Obaldía y las islas de San Blas.

Una frontera resignificada por los discursos ambientales y el interés global, pero olvidada por los poderes centrales que ahora, nuevamente, revalorizan su importancia geoestratégica, aunque igual que ayer invisibilizan o minimizan la importancia de sus habitantes históricos. Desde esa distancia tan lejana no alcanza la vista.

AUTOR

Luis Fernando González Escobar

Es arquitecto constructor con Maestría en estudios urbano regionales y Doctorado en historia de la Facultad de Ciencias Humanas y Económicas de la Universidad Nacional de Colombia sede Medellín. Trabaja como Profesor Asociado de la Escuela del Hábitat de la Facultad de Arquitectura de la Universidad Nacional de Colombia sede Medellín.

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