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Un lindero problemático. Frontera colombo-venezolana

Ilustración por: Cristhian Saavedra

Dos factores son los más importantes para entender la complejidad del asunto: la proyección del conflicto interno colombiano al territorio vecino y la presencia de organizaciones delincuenciales dedicadas a grandes negocios, como el narcotráfico y el trasiego de combustibles. Cuando los Estados se enfrentaron por cuestiones ideológico-políticas, ya las tensiones derivadas de la presencia de poderes no estatales estaban dadas.

En la actualidad están en marcha acercamientos entre los gobiernos por el cambio de orientación que supone la llegada de un régimen de izquierda a Colombia. Pero, aún en este caso, el restablecimiento de las relaciones entre los Estados no será fácil. Algún psicoanalista dijo, medio en broma y muy en serio, que cuando dos se iban a la cama, realmente se acostaban cuatro. Algo así se puede anticipar para el restablecimiento de los lazos colombo-venezolanos: además de los dos gobiernos, estarán en la  negociación otros factores de poder con agenda propia. Un tercero muy importante es el ELN, con el que tendrá que negociar el gobierno venezolano. Independientemente de la orientación del gobierno colombiano, Bogotá tendrá que establecer un límite para el estatus y las actividades de esta guerrilla en la frontera, y la pregunta que surge es si Caracas puede imponerlo o si debe negociar con su huésped, convertido en factor económico y de poder político en la propia Venezuela. Con menos poder y menor compromiso del gobierno vecino estarían las guerrillas de la Nueva Marquetalia. Las disidencias de las Farc estarían excluidas, englobadas con las organizaciones de delincuencia internacional.

¿Cómo se llegó a esta confusión alrededor de las relaciones transfronterizas? En primer lugar, como ya se ha mencionado, influyó la extensión de las actividades de las guerrillas colombianas al territorio de Venezuela, fenómeno que está conectado con las relaciones sociales intensas en una frontera muy viva. En segundo lugar, incidieron las actividades del crimen organizado atraídas por las ventajas competitivas de la vecindad y, en tercer lugar, las simpatías del gobierno chavista con las guerrillas colombianas, a las cuales otorgó refugio y protección. Convertidas en aliadas funcionales del gobierno venezolano, estas últimas han cobrado poder propio y han replicado procesos económicos probados en Colombia, como las explotaciones mineras (el “modelo bajo Cauca”) y las vinculaciones con el tráfico de droga, por ejemplo.

El cuadro político para una negociación cobra características que trascienden la idea de una negociación típica entre Estados nacionales. Colombia sería parte de una negociación interna con el ELN y parte de otra, con un Estado que protege a esa guerrilla. Venezuela no puede, de continuar el régimen actual, disponer con autonomía del destino del ELN en su territorio porque ese grupo armado tiene un arraigo y una funcionalidad específica dentro de su entramado político, de tal manera que todo acuerdo con Colombia debe pasar la prueba de las condiciones que pacten, como proceso interno, el gobierno venezolano y el ELN. Se está frente a un galimatías político, en tanto cruce complejo de intereses de Estados y organizaciones armadas que desafían a una de las partes y conviven con la otra.

Puestas así las cosas, se comprende la importancia de abordar el estudio de las fronteras más allá de los asuntos inmediatos de comercio, aduanas y movimiento de personas. Ahora se trata de un coctel de Estados, guerrillas y crimen transnacional que implica a México y Centroamérica, Brasil, Estados Unidos, el conjunto caribeño, Europa y multitud de redes vecinas y lejanas en un complejo proceso de globalización paraestatal que se antoja indetenible.

Una frontera muy larga

La frontera terrestre más larga de Colombia (2219 km) es la que comparte con Venezuela. Se trata de unos límites muy variados en términos topográficos, climáticos, demográficos y culturales. Siempre, desde la época colonial, ha tenido la característica de ser una frontera viva. Los contactos sociales son intensos y de modalidades diversas según los sectores, muy bien delimitados por la geografía y por las subculturas regionales compartidas a lado y lado de la raya.

Independientemente de la orientación del gobierno colombiano, Bogotá tendrá que establecer un límite para el estatus y las actividades de esta guerrilla en la frontera, y la pregunta que surge es si Caracas puede imponerlo o si debe negociar con su huésped, convertido en factor económico y de poder político en la propia Venezuela.

En la línea fronteriza se distinguen de manera nítida tres tramos diferentes:

  1. Un primer tramo muy corto, de la llanura caribe, en el que se encuentran los territorios semidesérticos de La Guajira en la parte colombiana, con la depresión marabina en la parte oriental contigua.
  2. Un segundo tramo, andino, más largo que el anterior, desde las últimas estribaciones de la serranía del Perijá, en La Guajira, hasta los llanos Orientales, en Arauca, marcado por la bifurcación de la cordillera Oriental en dos ramales: el ramal del sur penetra en Venezuela y el del norte marca la frontera.
  3. El tercer tramo corresponde principalmente a la Orinoquia, con un breve tramo amazónico en el Guainía, marcado por grandes ríos de la cuenca del Orinoco, como el Arauca, el Meta y el propio Orinoco como límite, y en el extremo sur, el Atabapo y el Guainía o Río Negro, en la triple frontera de Colombia, Venezuela y Brasil.

Colombia y Venezuela contienen los mismos tres conjuntos subculturales, a saber, el caribe, el andino y el llanero. La proporción es distinta y en eso consiste la diferencia: en Colombia el andino es mayoritario, en Venezuela prima el caribe.

Esas similitudes favorecen la cercanía en lo económico, social y cultural. Las interrelaciones son intensas. En el norte se presenta el caso de una etnia indígena, los wayú (de la familia arawak), que vive a uno y otro lado de la frontera con una identidad muy marcada de comunidad originaria superpuesta a las identidades nacionales. En la zona andina se dan dos situaciones diferentes: la serranía del Perijá es sumamente escarpada y no permite mayores contactos. Al sur de esta, los valles del Catatumbo, el Zulia, el Pamplonita y el Táchira, en cambio, sirven de punto de encuentro de las poblaciones desde la época misma de la Conquista española en el siglo XVI. Allí convergen los andinos venezolanos con los santandereanos colombianos. Entre Norte de Santander y Táchira las relaciones familiares y las actividades económicas —canalizadas por la única salida al mar hasta el siglo XX, la ruta comercial fluvial hasta Maracaibo— contribuyeron en el pasado a la formación de lo que en esa frontera se denomina “el tercer país”. Antes de la integración más completa de estas regiones con sus respectivos centros nacionales las relaciones sociales saltaban las fronteras. Desde Mérida hasta Pamplona y por cuatro siglos la homogeneidad fue notable.

Algo similar ocurre en los llanos Orientales: hay, además de las identidades nacionales, una identidad común muy notoria en las manifestaciones culturales de los llaneros. En el conjunto de los departamentos colombianos de Meta, Casanare, Arauca y Vichada y el conjunto homólogo de Barinas, Apure, Portuguesa, Cojedes y Guárico los habitantes se reconocen como “llaneros”.

Como conclusión, el carácter vivo de la frontera la convierte en un fenómeno social destacable en América del Sur. El mismo fenómeno que puede ser visto como positivo para la integración binacional es, en otro sentido, favorecedor de la concentración de violencias y transnacionalización de actividades delincuenciales organizadas de alcance vasto. El conflicto armado colombiano, presente en las fronteras, y los desbalances económicos, traducidos en precios diferenciales de toda suerte de productos, estimulan actividades de contrabando y muchas formas de delincuencia asociada. El narcotráfico —tanto en los primeros eslabones de la cadena, los cultivos, como en los intermedios y finales, a saber, producción de base de coca, introducción de precursores químicos, refinación, comercialización del producto y lavado de activos— ha encontrado en la frontera muchos estímulos para prosperar.

Se está frente a un galimatías político, en tanto cruce complejo de intereses de Estados y organizaciones armadas que desafían a una de las partes y conviven con la otra.

Los cultivos de coca en el Catatumbo y en los llanos se juntan con los precursores más baratos en Venezuela y las facilidades para el trasvase de capitales. Recientemente, la crisis humanitaria en Venezuela, factor de migraciones masivas, se convierte en dinamizadora de actividades ilegales de todo tipo, tales como el control de los caminos, el tráfico de personas y armas, los contrabandos variados y la extorsión por parte de grupos armados. El contrabando de gasolina, transitoriamente atenuado, puede reactivarse si se consolida la tendencia reciente de viraje económico en la vecindad. Desde La Guajira hasta los llanos Orientales la frontera se ha convertido en una verdadera “corte de los milagros” plagada de crimen y vicio.

La configuración de las amenazas

La frontera colombo-venezolana tiene, como trasfondo de los problemas generadores de distintos tipos de amenazas, el contrabando. A lo largo de los siglos, desde la Colonia, el trasiego de productos de un lado al otro, al margen de reglamentaciones, ha sido una constante. En el tramo norte, la península de La Guajira fue el punto de entrada de productos británicos y holandeses en la Colonia y en el primer siglo de la República. Después se “globalizó”. Toda suerte de tráficos han marcado la vida económica de esa región. Riohacha, Maracaibo y las Antillas Holandesas eran los polos de los intercambios. En la segunda mitad del siglo XX creció Maicao como una ciudad comercial basada en el contrabando. Hoy, los productos que han rebasado las cotas de rentabilidad del tráfico ilegal son la cocaína colombiana y, hasta hace poco tiempo, la gasolina venezolana. En décadas anteriores la primacía fue del café,  las confecciones textiles colombianas y los productos de consumo que Venezuela importaba y Colombia no por causa de la estrechez de divisas sufrida en la segunda mitad del siglo XX.

La práctica comercial ilegal ha conformado toda una subcultura muy arraigada en la sociedad. El contrabando se admite como una actividad socialmente aceptada, parte importante de la tradición regional. En ese cuadro valorativo, se entiende que se facilite el desarrollo de todo tipo de actividades ilegales.

En la región central de la línea fronteriza, entre el departamento colombiano de Norte de Santander y el Estado Táchira de Venezuela, el intercambio ha sido permanente. Hasta el siglo XX era parte constitutiva de una región común, unida por lazos de familia muy intensos entre los pueblos del Departamento y sus vecinos del Estado. La homogeneidad de la población es étnica y cultural.

En un mercado regional limitado, el contrabando era una especie de tráfico compensatorio según las ventajas comparativas de los productos entre un lado y el otro de la frontera. Los productos eran los típicos de una región cuya economía se fundaba en la agricultura y la ganadería. Eran parte de un mercado regional muy aislado de los centros de los respectivos Estados y no tenían connotaciones fuertes de ilegalidad: cacao, ganado y café se transaban al vaivén de los precios y las posiciones monetarias. La irregularidad se daba frente a las regulaciones aduaneras, pero el producto no era ilegal (como sí lo es el tráfico de estupefacientes).

Desde La Guajira hasta los llanos Orientales la frontera se ha convertido en una verdadera “corte de los milagros” plagada de crimen y vicio.

Ya en la segunda mitad del siglo XX, el contrabando comenzó a adquirir perfiles más irregulares porque aparecieron prácticas de intercambio ilegal de mayor tamaño y fuera de los límites de actividad compensatoria entre mercados regionales tradicionales. El contrabando adquirió dinámicas “nacionales”, para decirlo de manera aproximada. Primero el contrabando del café, que iba de Colombia a Venezuela estimulado por el Pacto Mundial del Café. En los años cincuenta Venezuela tuvo dificultades para completar su cuota exportable y la ley de los vasos comunicantes hizo que el café se introdujera de contrabando desde Norte de Santander.

El mayor precio y la elusión de la “retención cafetera”, un mecanismo colombiano para controlar la masa de divisas que ingresaba en épocas de dificultades cambiarias, hicieron de ese tráfico un forjador de fortunas entre la élite comercial de Cúcuta.

Más adelante, otro mecanismo del comercio exterior colombiano, un estímulo a las exportaciones que consistía en una devolución monetaria aplicada a los impuestos de los exportadores (Certificado de Abono Tributario, CAT), impulsó la corrupción de las autoridades aduaneras, que certificaban exportaciones ficticias para que el supuesto exportador pudiera obtener el beneficio de la reducción. Las modalidades utilizadas para dar apariencia de legalidad a estas exportaciones simuladas forman parte de la leyenda picaresca en la ciudad de Cúcuta. Para finales del siglo pasado ya había estructuras más o menos consolidadas de contrabando.

El volumen de intercambio aumentó con el contrabando de gasolina. La diferencia del precio se hizo cada vez mayor con el consiguiente estímulo a la demanda del combustible venezolano. La depreciación del bolívar llevó en la práctica a una gasolina casi gratuita en Venezuela y su venta en Colombia produjo ganancias extraordinarias. El lado oscuro del asunto estribó en una organización de bandas criminales que intentaron monopolizar por la fuerza el ingreso y la distribución al detal. El botín era tan grande que atrajo organizaciones criminales armadas de alcance nacional, como se verá más adelante al caracterizar las amenazas a la seguridad. Este renglón del problema desapareció por la caída de la producción petrolera en Venezuela y la crisis de las refinerías por falta tanto de mantenimiento como de inversiones nuevas.

Existe un problema coyuntural que afecta profundamente las condiciones de manejo de los factores de disturbio en la frontera. Se trata del distanciamiento de los dos Estados por razones políticas, hasta el punto de no tener relaciones diplomáticas ni consulares. El otro problema es el estado crítico de la economía venezolana, que ha producido una gran emigración cuya mayor cuota llega a Colombia por causa de la proximidad, la existencia de vías de comunicación y la cercanía cultural. En el momento la cifra de migrantes asentados en Colombia se calcula cercana a las dos millones de personas.

Una enemistad histórica sería un peso insoportable y mutuamente desventajoso para dos sociedades nacionales que han tenido una relación intensa desde el momento mismo de la Conquista española.

Las amenazas a la seguridad

El cuadro que se presenta en la actualidad es complejo. Las amenazas tienen que ver con las relaciones entre los Estados, la delincuencia organizada transnacional, la delincuencia menor propiciada por la ilegalidad reinante en la frontera, la protección que Venezuela brinda a grupos armados colombianos (el ELN en primer lugar) y la corrupción generalizada que producen los intercambios desregulados. Las amenazas se pueden discriminar de la siguiente manera:

  • La amenaza tradicional: las tensiones entre los Estados.

Entre los Estados colombiano y venezolano se han dado situaciones de tensión a lo largo de la historia, pero siempre los desencuentros se han logrado manejar con sensatez por las vías diplomáticas. En la actualidad, y por razón de las diferencias políticas agudas (hasta hace poco) entre los gobiernos, se especula sobre la posibilidad de un enfrentamiento bélico entre Colombia y Venezuela. Bien mirado el asunto, la hostilidad se ha manifestado con enfrentamientos diplomáticos y mediáticos. La posibilidad de una guerra no tiene muchos asideros, sin que sea descartable por motivos fuera de control; pero, se ve lejana una decisión racional en favor de esta alternativa. Venezuela no tiene cómo afrontar los costos de un conflicto convencional y Colombia nada tiene que ganar con una aventura de esa complejidad, aparte de que, aunque tenga en este momento más recursos, tampoco cuenta con la solvencia para pagar unos costos que pueden resultar imprevisibles. La vecindad obliga a pensar en consecuencias indeseables de largo plazo. Una enemistad histórica sería un peso insoportable y mutuamente desventajoso para dos sociedades nacionales que han tenido una relación intensa desde el momento mismo de la Conquista española.

La amenaza de un enfrentamiento entre Estados no es, sin embargo, descartable del todo. En una coyuntura prolongada de tensiones, un incidente fuera de control puede dar lugar a lo que los polemólogos llaman “el incidente de efecto instantáneo”, desencadenador del fenómeno “bola de nieve” que lo haga causal de un conflicto generalizado.

El peligro de esta probabilidad estriba no tanto en la magnitud del choque imprevisto como en la dificultad para aislarlo y manejarlo por canales diplomáticos cuando los Estados tienen una comunicación de pésima calidad. Una situación hipotética se puede pensar a partir de un hecho histórico. ¿Qué hubiera sucedido en agosto de 1987, si se hubiera producido un intercambio de fuego entre navíos de las Armadas enfrentadas en el golfo de Coquibacoa o de Venezuela? En ese momento hubo comunicación e intervención de la comunidad internacional y los gobiernos no habían llegado a ordenar el uso de la fuerza. Pero la tensión hubiera podido llevar a una acción armada y al consiguiente efecto “bola de nieve”.

Hasta el momento se han presentado roces motivados por incursiones venezolanas y por los enfrentamientos de autoridades de uno u otro país con grupos delincuenciales, o entre esos mismos grupos por el control de los negocios. Un peligro mayor lo constituyen las guerrillas del ELN respaldadas por el gobierno venezolano. Hasta ahora ha prevalecido la conciencia de que una intervención militar, aparte de la imprevisibilidad de sus desarrollos y consecuencias, no es el método adecuado para resolver la profunda crisis que vive Venezuela. Pero si prevalecen posiciones aventureras que favorezcan incidentes como el del paso y establecimiento de un campamento por parte de un destacamento del Ejército venezolano en Arauca, se puede caer en dinámicas peligrosas para la paz regional. El acercamiento diplomático, que se estima operará pronto, será un alivio para los Estados y para la población fronteriza.

  • La amenaza guerrillera

Hasta ahora la actividad del ELN ha sido fomentar su presencia en organizaciones sociales y agencias estatales. Las actividades violentas se han concentrado en sabotajes y terrorismo; el secuestro y la extorsión han sido conductas sostenidas, pero ha evadido el combate abierto. Esto puede cambiar si continúa fortaleciéndose con el reclutamiento de remanentes de las Farc y con los recursos del narcotráfico y la minería ilegal. El refugio venezolano le ha permitido controlar esos mismos negocios en áreas cada vez más amplias del territorio venezolano.

El ELN tiene presencia en todos los tramos de la frontera, pero hay dos zonas críticas: el Catatumbo, en Norte de Santander, que tiene frontera con el Estado Zulia principalmente (más un pequeño sector con el Estado Táchira), y el Departamento de Arauca, donde tiene el mayor arraigo conseguido en el país. Puede decirse que el ELN ha establecido una trama muy compleja de relaciones sociales. Esta abarca tradiciones familiares (en Arauca puede haber familias con tres generaciones de militancia), organizaciones comunales, agencias del Estado infiltradas, partidos políticos condicionados para poder actuar, congregaciones religiosas y empresas.

Ya en los años ochenta, los gobiernos locales y el departamental solo podían actuar si hacían acuerdos de “gobernabilidad” con el ELN, que implicaban concesiones burocráticas y desvío de recursos presupuestales para la organización guerrillera. Entonces, en Arauca la amenaza tiene connotaciones tanto militares y políticas como culturales y sociales.

La presencia guerrillera, que incluyó también a las Farc, ha sido una carga pesada para la población araucana y sus vecinos de Apure, Barinas y el sur de Táchira porque la población civil sufre “por punta y punta”: por un lado los asesinatos, la extorsión, los secuestros, la imposición de tareas y colaboraciones forzosas; por el otro los controles, la vigilancia y la sospecha, los malos tratos y, en conjunto, la angustia de estar entre dos fuerzas, inerme entre dos fuegos, en peligro de ser despojada y desplazada, agredida y en zozobra permanente.

La situación de Arauca tiene contornos especiales en la historia larga del conflicto interno. Es excepcional en Colombia: un territorio con un asentamiento guerrillero que permeó a la sociedad, los negocios, la movilidad de las poblaciones, los partidos políticos tradicionales y el aparato estatal local. En otros lugares hubo poblados y áreas con presencia permanente de guerrillas y control de la población. Pero fueron poblados apartados en zonas de colonización y no constituyeron áreas  apreciables e influyentes en el contexto nacional. En Arauca, el Estado convivía con la guerrilla, los políticos aseguraban su actividad pactando con esta, como ya se mencionó antes, y desde los años ochenta del siglo pasado esa situación era parte de la vida cotidiana para los habitantes de los siete municipios del Departamento.

Paramilitarismo y organizaciones criminales internacionales

El 1 de junio de 2019 en una base de la Guardia Nacional Bolivariana situada en el municipio venezolano de Ureña se recibió una advertencia macabra: una cabeza humana fue lanzada a la puerta. El mensaje sobrecogedor lo enviaba una organización delincuencial denominada La Línea contra las autoridades venezolanas y los colectivos chavistas para advertir que no toleraba competencia en el control de las trochas adyacentes al río Táchira, control muy rentable porque esas vías son esenciales para toda suerte de tráficos ilegales.

El incidente deja claro el nivel de violencia utilizado en esa frontera para asegurar las rentas extraordinarias de los negocios ilegales. La rotación frecuente de poderes dominantes evidencia lo rentable que es asegurar el monopolio de los pasos para humanos y mercancías en el tramo central de la frontera.

Hacer el recuento de los grupos delincuenciales de la frontera sería un ejercicio dispendioso por el número de los participantes y por la diversidad de niveles de implicación en los negocios ilegales. Hay organizaciones de alto bordo, como Los Rastrojos y Los Urabeños, de raigambre prolongada en Colombia, que son actores con el sello del paramilitarismo y el narcotráfico. Hay guerrillas de las Farc y el ELN, que además de su propósito político son parte principal de los tráficos ilegales. Hay bandas de tamaño mediano que logran espacios para competir por el control de caminos, el tráfico de personas y el lavado de dólares. Hay grupos de menor entidad en los contrabandos de alimentos, medicamentos, vestuario y otros artículos de consumo popular. Estos últimos, medianos y pequeños, tienen un carácter más local.

En el lado venezolano existe un actor ambiguo porque es parte de la institucionalidad estatal, pero actúa como contraparte de las organizaciones delincuenciales colombianas de todo tipo y tamaño. Es la Guardia Nacional Bolivariana, cuerpo policial militarizado con funciones de orden público interno, guardafronteras y aduanas, cuya fama de institución corrupta se remonta hasta los tiempos de su fundación, hace ya más de setenta años, en el gobierno del general López Contreras. Específicamente se conoce que monopoliza la extracción de alimentos, sobre los que tiene el control de su distribución en Venezuela, para beneficiarse de su venta en Colombia.

Puede decirse que el ELN ha establecido una trama muy compleja de relaciones sociales. Esta abarca tradiciones familiares, organizaciones comunales, agencias del Estado infiltradas, partidos políticos condicionados para poder actuar, congregaciones religiosas y empresas.

¿Qué hacer?

El diagnóstico es fácil. La frontera es un caos. La posibilidad de controlarla mediante los recursos de fuerza de los Estados tiene un límite dado principalmente por la corrupción. Los grandes negocios ilegales, con rentabilidades inimaginables, todo lo compran. Además, la voluntad política de los Estados es disímil y ponerlos de acuerdo es parte del largo tramo que se debe recorrer antes de hallar una solución.

Además de la capacidad de corrupción que exhiben todas las amenazas inventariadas, la geografía impone sus condiciones. Un ejemplo es la línea fronteriza en el sector del Catatumbo. Se trata de una línea geodésica en llanura y la porosidad es la regla. El narcotráfico tiene allí toda la cadena del negocio, desde la siembra hasta la inserción en las finanzas internacionales. Aún sin la represión de los Estados, es un factor de violencia por causa de la competencia entre mafias por el control de la producción, las rutas y los mercados.

Otros negocios y otros actores compiten de forma similar al narcotráfico. Cuando la gasolina fue producto estrella para el contrabando, las disputas fueron hasta el nivel de la red de distribución al detal. El tráfico de personas está en manos de multitud de bandas, los “trenes” venezolanos, que participan con armas en una rebatiña por cada camino ilegal que se abre. Todo tiene precio. El soborno y la extorsión, los ajustes de cuentas, el tráfico de armas y de personas, y el atraco en todos los caminos son la norma.

Cualquier solución que se intente va más allá de la utilización de la fuerza, sea policial o militar. Muchos de los factores causales están en desbalances económicos que generan estímulos perversos para los tráficos en la frontera. El de la gasolina es un ejemplo extremo. Con un producto prácticamente gratuito en la Venezuela de años pasados y con un precio de nivel internacional en Colombia, el imperio de los vasos comunicantes impone su lógica. Una política binacional en esas condiciones no se puede ni pensar. Si se diera la oportunidad de acercamiento entre los Estados para intentarla, tendría que abarcar tal cantidad de concesiones mutuas que una negociación se vería atascada apenas al comienzo.

No hay alternativa al gradualismo. Paso a paso, desmontar estímulos y levantar barreras eficaces. El comienzo no puede ser otro que reducir las tensiones, –como se está intentando en la actualidad–, establecer lazos consulares y diplomáticos, llevar a niveles multinacionales lo que sea necesario para avanzar y reiniciar flujos comerciales que hagan competencia a las mafias en la rentabilidad de los negocios y la ocupación de mano de obra. Un factor decisivo sería la consolidación de la paz en Colombia.

AUTOR

Armando Borrero Mansilla

Sociólogo de la Universidad Nacional de Colombia con postgrado en Ciencia Política de la Universidad de los Andes. Es Especialista en Derecho Constitucional de la Universidad Externado de Colombia. Actualmente se desempeña como profesor asociado del Departamento de Sociología de la Universidad Nacional de Colombia. En el año 2006 fue director de investigación del Centro de Estudios Estratégicos en Seguridad y Defensa Nacionales y miembro del consejo directivo del Instituto de Estudios Políticos y Relaciones Internacionales – IEPRI de la Universidad Nacional de Colombia.

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