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La persistencia del problema de la tierra rural en Colombia: ¿Concepción de la política o de implementación?

Ilustración por: Lina Martín

Pero a juzgar por los resultados, es claro que, o ha carecido de la suficiente capacidad y voluntad política para realizar las transformaciones necesarias, o ha escogido medios y estrategias que no pueden lograr los propósitos que declara la legislación. O ambas cosas.

De hecho, sobre todo entre 1960 y 2000, con los diversos intentos de reforma redistributiva de la tierra no se logró un cambio ni siquiera marginal en la estructura de la propiedad, aunque hubo avances contra la pobreza y la marginalidad rural. No obstante, el país gastó más de $ 3500 millones de dólares en el intento de reformar la estructura de la propiedad rural mediante la acción del Instituto Colombiano de la Reforma Agraria (Incora).

Una revisión de los intentos y los resultados en redistribución de la propiedad rural desde 1960 hasta 2000 inclinan a pensar que ha faltado capacidad política favorable a la reforma agraria pero también que se han equivocado en la estrategia y la escogencia de los medios para lograr los objetivos.

  1. Las intenciones aparentes de los sucesivos gobiernos se han reflejado en numerosas y periódicas reformas y ajustes legislativos, al cual más, con una mínima capacidad efectiva para lograr el tipo de transformaciones redistributivas necesarias para encauzar el desarrollo agrícola y rural hacia el progreso y bienestar de los habitantes rurales.
  2. Los enfoques legislativos han cambiado su énfasis: antes de 1960 intentaron definir y clarificar los derechos de propiedad, con el fin de promover el funcionamiento eficiente de los mercados de tierras y lograr una mejor asignación de la tierra para fines productivos. Desde principios de la década de los sesenta hasta 1994 predominó un enfoque redistributivo de la propiedad por medio de la intervención directa del Estado, complementada en ciertos momentos con acciones de desarrollo rural integral. La intervención estatal se dio por medio de programas de compra de predios para entregar en parcelaciones a campesinos sin tierra; adjudicación de baldíos y titulaciones individuales y comunitarias; fomento de la colonización y creación, delimitación y saneamiento de resguardos, para comunidades indígenas (véanse las tablas 1, 2 y 3).
  3. En todas las reformas a la legislación se declaran las intenciones orientadas a corregir la ineficiencia e inoperancia de las entidades responsables de la redistribución, a lograr transparencia en los procedimientos, a fomentar la organización y la participación de los campesinos, a promover la descentralización, a combatir la corrupción, etc., según se ha ido atribuyendo la falta de efectividad a las fallas instrumentales y no a las fallas de concepción del problema. Sin embargo, todos esos problemas persistieron reforma tras reforma.
  4. En cerca de cuarenta años de reforma agraria, desde 1960 hasta 1999, se alcanzaron los siguientes resultados:
    1. Por compra y, casi en forma marginal por expropiación, se redistribuyeron apenas 1.5 millones de hectáreas. Adicionalmente se titularon 15 millones de hectáreas de tierras baldías y se delimitaron 30 millones de hectáreas para resguardos indígenas (tablas 2 y 3). Dentro de la frontera agrícola el índice de concentración de la propiedad no cambió en forma significativa.
    2. Con los programas de redistribución se beneficiaron un poco menos de 102 mil familias, de las cuales más de la mitad corresponde a lo que se hizo en los últimos diez años de ese periodo. Un poco más de 430 mil familias obtuvieron títulos de propiedad sobre predios baldíos, y más de 65 mil familias de comunidades indígenas lograron beneficiarse por la definición y delimitación de resguardos y reservas indígenas.
    3. El esfuerzo fiscal de la nación por medio de presupuestos ejecutados por el Incora en los programas de redistribución ascendió a más o menos $ 7 billones constantes de 1999 (más o menos $ 3500 millones de dólares) (Tabla 4). En promedio, el gasto efectuado por familia beneficiada ascendió a más de $ 35 000 dólares, y por hectárea redistribuida, a casi $ 2450 dólares. Los periodos de mayor costo-efectividad son precisamente los que muestran menores logros en metas alcanzadas. La explicación está en los costos fijos de la estructura administrativa (presupuesto de funcionamiento) de la entidad ejecutora, cuyo tamaño no necesariamente se ajustó cuando disminuyeron los recursos para inversión.
    4. Entre 1995 y 1999 tanto el costo fiscal por familia beneficiada como por hectárea redistribuida disminuyó hasta un nivel cercano a $ 20 000 dólares por familia y $ 1300 dólares por hectárea. Esto coincide con una disminución de la estructura burocrática del Incora, y con la implementación de políticas de adquisición de tierras por la vía del apoyo a las negociaciones directas entre campesinos y propietarios (a juzgar por la letra y “espíritu” de la Ley 160 de 1994 y las normas reglamentarias).
  5. Un estudio realizado para evaluar el impacto de la reforma agraria entre 1963 y 1999 (Balcázar et al., 2000) arroja indicios de que las familias que fueron beneficiarias de programas de reforma redistributiva de la tierra no presentan una situación mejor que las familias “testigo” (campesinos pobres y sin tierra viviendo en el mismo entorno territorial, pero no beneficiarios de la reforma agraria), en cuanto a ingresos y calidad de vida. Este tema merece ser investigado a fondo, pues estaría indicando que la rentabilidad social del gasto público efectuado para redistribuir tierras pudo ser negativo.
  6. Las circunstancias económicas e institucionales que justificaron plenamente hasta hace pocas décadas la necesidad de emprender una reforma agraria redistributiva han cambiado significativamente. Hoy parece más importante poner el énfasis, tanto en lo que promueve las capacidades de los campesinos (capital humano) para realizar sus aspiraciones de progreso y bienestar, como la provisión de bienes públicos y el ambiente institucional que favorece sus oportunidades de acceso a recursos productivos y, a la tierra en particular, no necesariamente por la vía de la propiedad.
  7. La experiencia internacional indica que el éxito de las reformas agrarias redistributivas de la tierra para lograr resultados significativos en la lucha contra la pobreza y la desigualdad rural depende de la ocurrencia de profundas transformaciones en la estructura de poder de la sociedad en su conjunto que permitan generar las condiciones institucionales y la provisión de bienes públicos territoriales que requiere el desarrollo integral del medio rural. La ausencia de esos cambios fundamentales en las relaciones de poder y en el marco de incentivos impide el logro de resultados positivos en bienestar y oportunidades de progreso mediante reformas redistributivas de la tierra, por más profundas que estas sean (Perú, Bolivia y México son ejemplos muy dicientes).

Los intentos y los resultados en redistribución de la propiedad rural desde 1960 hasta 2000 inclinan a pensar que ha faltado capacidad política favorable a la reforma agraria pero también que ha sido equivocada la estrategia y la escogencia de los medios para lograr los objetivos.

Sobre los supuestos

La necesidad de lograr un cambio sustantivo en la estructura agraria, como requisito para crear el ambiente institucional y otras condiciones necesarias para el desarrollo social, económico y político con la debida inclusión social, ha sido uno de los temas que ha logrado mayor consenso entre los estudiosos de los problemas del desarrollo de los países no desarrollados. Y aunque en la retórica siempre se habla de la reforma agraria como una política de carácter “estructural”, que va más allá de la redistribución de la propiedad de la tierra, en los hechos rara vez las acciones redistributivas fueron acompañadas de acciones para la transformación estructural de los territorios.

Quizás sea necesario volver a discutir los fundamentos de la reforma agraria redistributiva de la propiedad de la tierra como requisito para encaminar a una sociedad como la colombiana en la senda del desarrollo.

Lo anterior implica revisar la pertinencia actual de los fundamentos y los supuestos que llevaron a elaborar la idea de que la redistribución de la propiedad de la tierra es una condición para el desarrollo económico y social, sobre todo en el medio rural. Conviene examinar esas suposiciones, que han sido fundamentalmente las siguientes:

1) Los factores tradicionales de la producción son las principales fuentes de creación de valor y de riqueza

En la economía de producción agrícola se ha dado por supuesto que las energías originarias (la fertilidad natural) de la tierra, eran la base de las diferencias de valor del trabajo agrícola, o sea el factor que diferenciaba la productividad y la producción de los trabajadores y, por tanto, la principal fuente de apropiación de la riqueza generada en la agricultura. Esto era bastante cierto quizás hasta las dos primeras décadas del siglo XX en el contexto mundial y, en Colombia, hasta finales de la década de los sesenta. Desde entonces, el formidable progreso tecnológico en la agricultura internacional ha debilitado cada vez más la veracidad de ese supuesto.

Los intentos y los resultados en redistribución de la propiedad rural desde 1960 hasta 2000 inclinan a pensar que ha faltado capacidad política favorable a la reforma agraria pero también que ha sido equivocada la estrategia y la escogencia de los medios para lograr los objetivos.

Hoy en día, la contribución relativa de la tierra, como factor de producción, a la oferta agrícola, pesa poco y cada vez pesa menos; lo que ha hecho y está haciendo crecer la producción agropecuaria es el progreso del conocimiento científico y tecnológico que descubre nuevas oportunidades de aprovechamiento de los recursos y permite contrarrestar las restricciones que imponen a la producción agrícola la escasez de fertilidad natural y, en general, el conjunto de las mencionadas energías originarias del suelo y el medio ambiente natural. Gracias al avance científico y tecnológico la productividad del trabajo en la agricultura depende cada vez menos de la fertilidad natural y originaria de la tierra. Suelos que hace pocas décadas eran considerados “infértiles” o inadecuados para la explotación agrícola, hoy son excelentes. Un ejemplo cercano que ilustra ese fenómeno es la altillanura colombiana y los serrados brasileños.

Por consiguiente, la participación de la tierra (o sea, el valor de la renta) en el valor de la producción agropecuaria tiende a disminuir y ya es una fracción minoritaria: la renta de la tierra en Colombia representa menos del 10 % del valor de la producción agropecuaria, y su tendencia es a seguir disminuyendo. Si la contribución del PIB agropecuario al producto nacional es cercana a 9 %, eso significa que la renta de la tierra representa cuando mucho el 1 % del ingreso nacional. ¿Qué tanto poder transformador puede tener el ajuste redistributivo de una fuente que explica menos del 1 % del ingreso nacional, cuando en el campo habitan todavía cerca del 30 % de los colombianos, y cerca del 40 % de ellos vive en condiciones que están por debajo de la línea de pobreza?

A menos que la redistribución de la propiedad de la tierra, por sí misma, pueda elevar la eficiencia de la producción agrícola al punto de elevar drásticamente la contribución de la agricultura a la renta nacional, es claro que el impacto que pudiera derivarse de un programa redistributivo de la propiedad habrá de ser apenas marginal ante la magnitud de la pobreza y el atraso del medio rural.

2) La distribución de la propiedad de los factores tradicionales (la tierra, entre ellos) determina la distribución de los poderes político y social

Al considerar que las fuentes fundamentales de creación de valor son los factores tradicionales de la producción, la distribución de la propiedad sobre ellos se vuelve fundamental en la determinación de la distribución de las rentas, de la riqueza, de la capacidad de control político, del poder y el prestigio social. En el mundo occidental el poder sigue a la propiedad. Los terratenientes llegaron, en consecuencia, a concentrar tanto la riqueza como el poder político y el prestigio social, en las sociedades tradicionales.

Suelos que hace pocas décadas eran considerados “infértiles” o inadecuados para la explotación agrícola, hoy son excelentes. Un ejemplo cercano que ilustra ese fenómeno es la altillanura colombiana y los serrados brasileños.

La idea de que la propiedad de la tierra en Colombia constituye un factor determinante en la estructura de distribución de los ingresos de la nación, no estaría respaldada en la evidencia. Y tal vez tampoco se pueda afirmar que es una fuente importante de generación de poder político. La población del país se ha urbanizado y las actividades económicas basadas en la explotación de la tierra representan escasamente el 9 % del valor del producto nacional bruto del país, y la tendencia natural es a que siga disminuyendo. Incluso, en el campo las actividades no agropecuarias están creciendo más de prisa que las agropecuarias (cerca de la mitad de la fuerza de trabajo rural se ocupa en actividades no agropecuarias). Todo esto transforma la estructura social y debilita las posibilidades de los terratenientes para ejercer control político sobre la población, pues la tierra, como factor de producción pesa poco en la distribución de la renta nacional e, incluso, de las rentas rurales[1].

3) Como un corolario del segundo supuesto, para construir democracia, equidad económica y justicia social es imprescindible redistribuir la propiedad sobre los medios tradicionales de producción (la tierra y el capital físico)

Cuando el crecimiento de la producción obedece principalmente al aumento de los factores, es decir, cuando el progreso de la productividad es muy bajo, la distribución del ingreso que se genera en un periodo se determina por la distribución inicial de la propiedad de los factores. Es por eso por lo que en el pasado la gente que heredaba la mayor riqueza seguía siendo la que mayor riqueza acumulaba y también la que más riqueza dejaba como herencia a sus descendientes. En otras palabras, cuando el progreso técnico es lento, la distribución del ingreso y la renta se hace en proporción a la distribución de la riqueza previamente acumulada. Por consiguiente, las estructuras sociales tendían a reproducirse y las posibilidades de movilidad y cambio social eran mínimas: los cambios en las estructuras sociales requerían de procesos revolucionarios que, entre otras cosas, impusieran la redistribución de los activos económicos. Las naciones que no lograron establecer instituciones que distribuyeran estos activos en forma más o menos equitativa (sobre todo en función del desempeño y no en función de la tradición) resultaron incapaces de establecer y consolidar la democracia política para regular sus relaciones sociales.

Suelos que hace pocas décadas eran considerados “infértiles” o inadecuados para la explotación agrícola, hoy son excelentes. Un ejemplo cercano que ilustra ese fenómeno es la altillanura colombiana y los serrados brasileños.

A medida que el progreso técnico y el cambio institucional se han ido convirtiendo en las principales fuentes del crecimiento de la producción, la forma como se distribuye el valor creado (ingreso nacional) obedece cada vez menos a la distribución inicial de la riqueza y, por tanto, de la propiedad. Las personas que más rápido se enriquecen hoy, no son las que más riqueza poseían ayer (por ejemplo, el auge de empresas tecnológicas y sus propietarios), y es muy probable que las que mayor riqueza tendrán mañana no son las que más la poseen hoy. El principal factor que está determinando la distribución del ingreso es la habilidad y la capacidad para gestionar en una forma superior los recursos productivos, independientemente de la relación de propiedad inicial sobre ellos. Es decir, la posesión de conocimiento y la habilidad para ver y desarrollar las oportunidades que ofrece la dinámica de cambio es, hoy en día, y seguirá siendo, el factor más importante en la distribución y concentración del ingreso y, desde luego, de la riqueza y el poder político (todavía es cierto en las democracias occidentales que el poder sigue a la propiedad, pero no la referida a los activos físicos). En este escenario la clave de la prosperidad y de la libertad de los seres humanos está y estará cada vez más en la calidad y la cantidad de sus conocimientos. El sector rural y las actividades agrícolas y ganaderas no son una excepción.

4) El alto precio de la tierra, originado en las distorsiones de política y en los privilegios institucionales, asociados a la propiedad rural, impide el desarrollo de la producción agrícola

El precio de la tierra es muy relevante si hay que adquirir la propiedad como condición para utilizarla en la producción. Su relevancia es tanto para el costo social de la política redistributiva (el costo fiscal de una reforma agraria no revolucionaria depende del precio de la tierra), como para los empresarios en sus decisiones de uso para fines productivos. En consecuencia, el alto precio de la tierra impone un elevado costo fiscal a las políticas de redistribución agraria, y una barrera a la entrada del capital a la agricultura.

En buena parte, el problema consiste en que el precio de la tierra no es –ni logra ser– consistente con la rentabilidad de las actividades agrícolas. Todo lo que trate de corregir esa distorsión es deseable. Salvo los terratenientes, la mayoría considera que es necesario implantar políticas tributarias –que nunca se han adoptado en Colombia en forma efectiva– que penalizaran la concentración improductiva de la propiedad de la tierra.

En Colombia el acceso del capital a la agricultura se fue produciendo unas veces mediante la compra de la tierra (transacción de los derechos de propiedad) y otras veces mediante formas de contratación (arrendamiento, aparcerías, etc.) que solo transfieren derechos de uso de los servicios productivos de la tierra, sin intercambios de la propiedad. El mercado de derechos de uso ha tenido aplicaciones en actividades productivas e inversiones de corto plazo (cultivos transitorios), mientras que para desarrollar actividades de largo plazo ha sido hasta ahora imprescindible —con contadas excepciones, como la producción azucarera del Valle de Cauca— la adquisición de la propiedad.

La pregunta que surge es: ¿La propiedad es una condición necesaria para el desarrollo eficiente de la producción agropecuaria? Ninguna razón —ni teórica ni práctica— sugiere una respuesta afirmativa. El desarrollo de la producción no implica un vínculo de propiedad de la empresa o del productor con los factores de la producción. Comprar la tierra no es de la conveniencia de la empresa agrícola, pues implica “esterilizar” grandes sumas de capital y distraer parte del potencial de financiamiento de las actividades creadoras de valor. Las empresas también están prefiriendo adquirir solo los servicios productivos de los bienes de capital, tomándolos en arriendo a otras organizaciones especializadas (un ejemplo es el desarrollo del arrendamiento financiero de toda clase de infraestructuras, maquinarias y equipos).

En la agricultura, el arriendo de tierras es una práctica antigua y se está desarrollando aún más. Además, la renta de la tierra, a diferencia del precio de la tierra, sí refleja y está determinada por la rentabilidad de la producción.

Si la propiedad de la tierra deja de ser una condición para que se pueda desarrollar la producción agrícola, entonces ¿por qué en Colombia, para desarrollar actividades agropecuarias y realizar inversiones que solo se pueden recuperar a largo plazo, sigue siendo indispensable la compra de la tierra? La respuesta se debe buscar en las distorsiones y la falta de desarrollo del mercado de derechos de uso de la tierra y del tipo de instituciones económicas y jurídicas que garantizan transparencia y seguridad a los derechos de propiedad en las transacciones de derechos de uso. Una mala o precaria definición jurídica de esos derechos impide el desarrollo de los mercados de derechos de uso. Para poner un ejemplo, en Colombia, los contratos de arrendamiento a largo plazo se perciben como una fuente potencial de incertidumbre sobre los derechos de los contratantes, por eso no se han desarrollado en el contexto de la agricultura de ciclo largo, y por eso se impone la condición de compra de la tierra para establecer cultivos permanentes. Valga señalar que las ventajas comparativas de Colombia en la producción agrícola parecen ser más claras en los cultivos permanentes.

Si la propiedad de la tierra deja de ser una condición para que se pueda desarrollar la producción agrícola, entonces ¿por qué, en Colombia, para desarrollar actividades agropecuarias y realizar inversiones que solo se pueden recuperar a largo plazo, sigue siendo indispensable la compra de la tierra?

Los cuatro supuestos anteriores han inspirado, tanto a políticos como a especialistas del desarrollo económico, a promover reformas a la estructura de la propiedad rural, con el fin de aumentar no solo la eficiencia económica de la agricultura sino de alcanzar objetivos de equidad económica y justicia social.

Sin embargo, en la actualidad los determinantes fundamentales de la capacidad de creación y apropiación de riqueza, de poder político y de generación del valor, ya no se relacionan principalmente con la distribución de la propiedad de los factores productivos sino con la capacidad y fertilidad del conocimiento y de la mente de las personas que los utilizan y gestionan para crear valor, prosperidad y reconocimiento político y social. El conocimiento se ha convertido en el principal factor de producción, en casi todas las actividades económicas que desarrollan los seres humanos. Y la agricultura no es una excepción: hoy la fertilidad de la mente de los agricultores es mucho más importante que la fertilidad natural de las tierras que cultivan.

Pero el uso productivo del conocimiento requiere el acceso a los medios de producción sobre los cuales se aplica para generar valor y producir riqueza. Por consiguiente, hay que distinguir entre derechos de propiedad y derechos de uso; y el tipo de movilidad que es imprescindible para el uso productivo del conocimiento se relaciona con los derechos de uso, lo que implica generar las instituciones o condiciones que promuevan el desarrollo de los mercados y la movilidad de los derechos de uso de la tierra, independientemente del desarrollo de los mercados de derechos de propiedad.

Referencias

  • Balcázar, A., López, N., Orozco, M. L. y Vega, M. (2000). Colombia: alcances y lecciones de su experiencia en reforma agraria. Santiago: Cepal.

[1] Sin embargo, es necesario distinguir esta situación a escala regional: hay regiones en las cuales la estructura económica reposa en la producción agropecuaria y allí la redistribución de las tierras podría tener un efecto significativo dentro de los ámbitos económico y político regional. Pero el problema sería eminentemente regional y no de orden nacional.

AUTOR

Álvaro Balcázar Vanegas

Economista de la Universidad Nacional de Colombia. Ha sido profesor de la Universidad Nacional, Universidad de los Andes y Pontificia Universidad Javeriana. Se desempeñó como director de la Unidad Especial para la Consolidación Territorial, adscrita al Departamento Administrativo para la Prosperidad Social. Es especialista en temas de desarrollo agrícola y rural. Gracias a esto ha sido consultor para la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal), la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), el Banco Interamericano de Desarrollo (BID), el Banco Mundial y Usaid, entre muchas otras organizaciones internacionales.

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