Un nuevo contexto agrario
La discusión de una reforma agraria debe contemplar necesariamente una revisión de las características del nuevo contexto del sector agropecuario. La lejanía en el tiempo y la profundidad de los cambios que ha sufrido la economía colombiana en los últimos veinte años nos obliga a no seguir manteniendo la actual discusión dentro del marco de referencia de la década de los sesenta. Plantear la reforma agraria de manera desvinculada de las características contemporáneas del sector agropecuario, como en términos generales parece que se viene haciendo, necesariamente deja la discusión sin un asidero en la realidad. El punto de partida del debate debe ser el reconocimiento de los cambios que han ocurrido en el sector agropecuario para que a partir de allí se pueda desarrollar y poner en contexto el nuevo concepto de reforma agraria.
Las características del sector agrario de hoy son el resultado de la combinación del impacto de la dinámica propia de la economía colombiana, que solo en la década de los setenta creció en un 75 % en términos reales, con los efectos de la adopción de una serie de políticas que en su conjunto definían un particular modelo de desarrollo agropecuario. Los rasgos más notorios, dentro de la complejidad y la diversidad que presenta el sector agropecuario colombiano, son, en primer lugar, el avance considerable de la agricultura comercial, un marcado incremento en la agricultura de exportación y la consolidación de la agroindustria. En consecuencia, se han producido alteraciones en las relaciones entre capital y tierra, que han ido en desmedro de la participación de la tierra como recurso productivo y en favor del capital —insumos, crédito, maquinaria, infraestructura de adecuación etc.— aún en las explotaciones de la agricultura tradicional. En el aspecto de los esquemas de producción se aprecia una creciente dependencia de la tecnología importada y de aquella desarrollada por entidades de carácter no estatal.
En segundo lugar, desde la perspectiva de la economía campesina se mantiene una presencia considerable de las explotaciones minifundistas, simultáneamente con la consolidación de un creciente proletariado rural, que ha llevado a una situación en la cual aún los campesinos derivan una porción sustancial de su ingreso del salario. A pesar de la importancia que ha adquirido la vigencia de las relaciones capitalistas de producción en el agro, hay que tener en cuenta que las condiciones laborales en el campo se encuentran rezagadas en cerca de quince años frente a la ciudad. De otra parte, la distribución urbana de los alimentos se convierte en un eje definitivo de la problemática agraria, y el papel de la comercialización en la evolución de los mercados agrícolas adquiere una importancia fundamental, por su función en la determinación de precios y la transferencia de rentas entre sectores sociales y económicos.
El modelo aquí esbozado ha entrado en una crisis que se manifiesta socialmente en el recrudecimiento de la inseguridad, la violencia agraria y la pugna por la tierra en zonas de frontera. En lo político, a través de la exacerbación de los conflictos entre el poder establecido, las regiones y las comunidades rurales. Y económicamente, en el volumen creciente de las importaciones de alimentos, la reducción del área cultivada, la caída en la rentabilidad empresarial del agro, el desabastecimiento urbano de alimentos y el crecimiento acelerado de los precios de los alimentos para el consumidor final. En síntesis, en la cuestión agraria contemporánea confluyen las problemáticas político-sociales y económicas del campo.
La crisis generalizada del modelo de desarrollo agropecuario que se inició con el Plan de las Cuatro Estrategias y que ha imperado por más de un decenio, y la incapacidad de los instrumentos convencionales de política para resolverla, es el contexto en el que se debe situar la discusión de la nueva reforma agraria.
¿Qué resuelve una reforma agraria?
En la discusión de la reforma agraria ocurre que el concepto mismo actúa como una caja vacía en la cual se depositan contenidos distintos, y hasta completamente antagónicos, de acuerdo a los intereses políticos y económicos de los diferentes sectores involucrados. Para guiar la discusión y resolver el dilema de la estructura definitiva y apropiada que debe tener una reforma agraria para el país, conviene identificar los principales contenidos con que se ha venido llenando esa caja mágica que parece ser la política de tierras. Es decir, necesitamos saber qué es lo que conviene y qué se pretende resolver con una reforma agraria.
En primer lugar, hay que anotar que la discusión actual nace debilitada puesto que en el último decenio el análisis del tema de la reforma agraria y el seguimiento de la evolución del sector agropecuario ocuparon un lugar secundario en las preocupaciones nacionales, hasta el punto de que hoy no solamente carecemos de un marco interpretativo del sector, sino del indispensable registro de hechos que permite comprender la naturaleza del problema agrario, situación que colabora a que se presente la gran dispersión en el debate. El primer gran objetivo que se discute para la reforma agraria es esencialmente político. El esquema gubernamental le entrega a la reforma agraria un papel central en la resolución de los conflictos armados en las zonas de violencia como el Magdalena medio, el Cauca y Caquetá, una misión principal se articula al proceso de pacificación nacional. Desde esta perspectiva, la reforma responde esencialmente a la necesidad de institucionalizar la lucha política, de cimentar la paz y promover la integración sociopolítica de las comunidades campesinas en las zonas de frontera agrícola.
En el área de los contenidos políticos también se encuentra otra corriente interpretativa que define el papel de la reforma agraria como instrumento central de la democratización de la vida política local en los municipios y como instrumento de redistribución del poder político regional. De esta manera, la distribución de la tierra, que es un recurso de poder en las zonas rurales, se articula con las reformas que contempla la apertura democrática —elección popular de alcaldes, nuevo régimen departamental y municipal, etc.— para apoyar la oxigenación en las relaciones de poder local. En síntesis, la reforma agraria cumple un importante papel en la consolidación de una mayor representación popular en el proceso político nacional.
Desde otro ángulo, el de algunos sectores terratenientes, la reforma agraria debe servir para mantener unas condiciones de seguridad en el campo que permitan el normal desenvolvimiento de las actividades empresariales agrícolas, por lo que se deben limitar aquellas áreas donde se presente un claro problema de tierras y de presión campesina. Igualmente, la reforma puede ser un instrumento que le restituya a muchos terratenientes el valor comercial de sus tierras en las zonas de violencia, al igual que agiliza la circulación de la propiedad agraria en áreas donde, por razones de orden público, se encuentran inmovilizadas las transacciones.
Desde el punto de vista económico, se han cifrado diferentes esperanzas en los efectos de la reforma agraria. La misión económica que clásicamente se le viene atribuyendo a la reforma agraria es la de respaldar el proceso de industrialización propiciando un mayor nivel de producción de alimentos e insumos agropecuarios, al tiempo que ensancha el mercado nacional al elevar el nivel de ingreso y consumo de los sectores campesinos. Al entrar en crisis el modelo de desarrollo agropecuario en los setenta, con un énfasis en la agricultura comercial, la agroexportación y la intensificación de la inversión de capital, la reforma agraria aparece como un tranquilo retorno a un pasado más seguro.
De esa larga lista de posibilidades para las cuales puede servir el inicio de un nuevo proceso de reforma agraria, ¿cuál debe ser la que finalmente se adopte?, ¿dónde se encuentra el punto neurálgico hacia el cual se debe encaminar la política de tierras?, ¿cómo integrar objetivos para lograr la convergencia que le dé viabilidad política a la reforma agraria? Cada sector político, económico y social interpreta de manera diferente el sentido último de la reforma agraria. La multiplicidad de condiciones que debe contemplar la reforma agraria, al igual que la amplia diversidad nacional en materia de problemática rural, son elementos que necesariamente debe integrar la propuesta definitiva. De lo contrario, su alcance real y su viabilidad política se verán limitadas por la carencia de flexibilidad para responder a las distintas exigencias.
La reforma agraria y la política agropecuaria
La crisis del modelo de desarrollo agropecuario de los setenta ha mostrado la ineficiencia de los instrumentos de política económica para encaminar al sector hacia el cumplimiento de sus funciones y objetivos dentro de la estrategia general de desarrollo. La incapacidad de la estructura institucional vigente para manejar la problemática agropecuaria se evidencia en la situación de generalizado desbarajuste administrativo y financiero que muestran las principales entidades del sector. Para nadie es un misterio la agudización de las recurrentes crisis del Idema, La Caja Agraria, el Incora, el DRI o el ICA. Es decir, como causa simultáneamente compartida de la crisis del modelo de desarrollo agropecuario se encuentra la inoperancia de la estructura institucional y los instrumentos de políticas para el manejo estatal del sector agropecuario.
De la misma forma, el reto al que se enfrenta la política agropecuaria es generar un nuevo modelo de desarrollo que ofrezca respuestas a la crisis del sector. Es más, se hace necesario un replanteamiento de la política sectorial para generar una nueva estrategia agraria que se articule con las necesidades del país y responda a las condiciones económicas internas y externas que imperan en la actualidad. La reforma agraria necesariamente habrá de afrontar estos retos porque de lo contrario se corre el riesgo de definir unos esquemas ideales que se harán prontamente ineficaces por estar alejados de las demandas de política que se desprenden de la critica situación sectorial. La reforma agraria debe tener un papel y unos objetivos definidos dentro de la estructura institucional porque de lo contrario se convertirá en una rueda suelta y conflictiva, dentro del conjunto de la política agropecuaria.
La viabilidad de la reforma agraria
La viabilidad económica y política de la reforma agraria está sujeta a su capacidad de responder integralmente a las inquietudes hasta aquí esbozadas, y a su flexibilidad para manejar la diversidad de situaciones que caracterizan la cuestión agraria de hoy. De una parte la reforma debe cumplir la fundamental misión política de actuar como un factor de pacificación en las zonas de violencia, al tiempo que promueve la democratización de la vida rural al impulsar una distribución más equitativa de los recursos de poder, entre los que se destaca la tierra. Pero también debe constituirse en un instrumento novedoso de política económica para el sector, resolviendo las evidentes dificultades en el abastecimiento nacional de alimentos y en la producción agropecuaria.
Un esquema de reforma agraria que aborde de manera segmentada la complejidad de la problemática del campo colombiano, desconociendo las íntimas relaciones que existen entre el orden económico, social y político, no se constituye en una respuesta realista a las necesidades nacionales de definir un proyecto agrario para la década de los ochenta.
La pregunta que hay que hacerse es hasta qué punto el proyecto gubernamental, y las propuestas de reforma agraria que se han esbozado aquí y en otros foros, responden a esta condición necesaria de integridad global en el proyecto agrario y de flexibilidad para la resolución armónica de la diversidad de inquietudes sociopolíticas y económicas que nutren la problemática rural. En nuestra opinión las propuestas que se han esgrimido adolecen de dos problemas esenciales. El primero, que se limitan a tratar aspectos parciales, aunque muy importantes, como la cuestión de la violencia agraria o la democratización de la vida municipal, pero desconocen los vínculos entre estos aspectos y las demás facetas o particularidades del problema. El segundo es que se continúa con la conceptualización y la mecánica legal de los intentos frustrados de reforma para buscar adaptarlos, sin someterlos a una critica suficiente a las nuevas condiciones. La conclusión es que de mantenerse el debate dentro de estas coordenadas la reforma agraria no podrá ser viable puesto que no supera las limitaciones del pasado ni responde a las necesidades del futuro. Es por ello que vemos la necesidad de que creativamente se redefinan los ejes sobre los que tradicionalmente se han movido las propuestas de reforma agraria.
Desarrollar para el campo los preceptos constitucionales de función social de la propiedad y la planeación
La discusión sobre la reforma agraria, desde el decenio de los treinta, se ha empantanado en la definición de lo que se entiende por “predios adecuadamente explotados”. Gran parte de la controversia ha girado en torno a la precisión de las características bajo las cuales un predio se hace susceptible de expropiación, y en particular, qué condiciones especificas de productividad hacen que se pueda entender como bien o mal explotado. En la actualidad el proyecto de reforma agraria del Gobierno retoma esa vieja e inoperante categoría y a través de ajustes mecánicos intenta aliviar las dificultades que se derivan de la necesidad de probar en cada predio su situación productiva.
La presencia del concepto “adecuadamente explotado” en la discusión y en los proyectos ha sido una de las principales causas del fracaso de la reforma agraria y el estancamiento que se observa en la capacidad del Estado para intervenir en el uso del recurso tierra. Es por ello que proponemos la eliminación de los criterios de prductividad para la aplicación de la política de reforma agraria, sustituyéndolos por el concepto global y constitucional de función social de la propiedad rural.
Desde un comienzo los sectores terratenientes han sostenido la tesis de que la propiedad rural cumple su función social si es capaz de mantener unos niveles dados de producción. Es decir, en el trasfondo de las leyes de reforma agraria se esconde la falacia de que son equivalentes unos indicadores de productividad con la “función social” de la tierra. Desarrollar el precepto constitucional de función social de la propiedad en el campo exige ir mucho más allá de la simple constatación de que la tierra produce.
El manejo de la tierra por parte de los particulares debe hacerse de acuerdo al precepto constitucional, y por tanto, su explotación debe desarrollarse dentro del marco de la función social que específicamente la comunidad necesite asignar a ese recurso. Los criterios que determinan cuándo la propiedad rural cumple su función no deben corresponder solo a la productividad inherente a la explotación, sino que tienen que ver con las prioridades económicas generales, las exigencias de naturaleza social y los objetivos políticos de una creciente democratización de la sociedad. Estos parámetros son cambiantes en el tiempo de acuerdo al proceso de desarrollo socioeconómico.
En síntesis, lo que se quiere proponer aquí es el enriquecimiento de las posibilidades de una reforma agraria dejando de lado el corto punto de vista de que cuando una explotación logra unos niveles mínimos, y ambiguos, de productividad se está cumpliendo con la sociedad, y más bien recuperar, con un criterio amplio, la función social de la propiedad rural como base de la intervención estatal en el campo.
Una reforma agraria cimentada en este nuevo concepto supera la simple labor de repartición de parcelas para convertirse en un mecanismo de planificación global del uso del recurso tierra en concordancia con las prioridades políticas, sociales y económicas determinadas por la comunidad. De esta forma, el Estado debe adquirir injerencia para conceptuar sobre el destino productivo de las tierras, los requerimientos de eficiencia, el tamaño de las explotaciones y demás variables, para de esta manera racionalizar de acuerdo a criterios nacionales la dinámica del sector agropecuario.
La posibilidad de condicionar la propiedad de la tierra al cumplimiento de los objetivos definidos por un ente planificador, como consecuencia de una nueva Ley de Reforma Agraria, lleva a que la intervención estatal pueda resolver simultánea y complementariamente la problemática económica, política y social del campo. De la misma forma como con relación al suelo urbano se han desarrollado criterios de utilización con miras a racionalizar el espacio en las ciudades, así mismo debe procederse con la propiedad rural. La propiedad urbana está limitada en su uso y destinación por una serie de criterios, tales como los ecológicos, cuyo propósito es defender a los habitantes de fábricas polucionantes o cualquier otra amenaza de deterioro del medio ambiente. Igualmente, para ciertas zonas se establecen el destino económico y las características físicas de las construcciones. Así se ve claramente cómo en las ciudades impera el criterio de utilidad pública o interés social en el manejo de la propiedad urbana.
Una concepción similar debe extenderse a las áreas rurales, en donde una planificación restrictiva, especializada y descentralizada compela al propietario a dar una destinación a su predio de acuerdo con las necesidades sociales, so pena de llegarse incluso hasta la expropiación. De esta forma, y teniendo en cuenta las diferencias regionales, se puede llegar a propiciar cierto tipo de cultivo para la alimentación o la producción de divisas. Del mismo modo se puede llegar a impedir que ciertas tierras sean dedicadas a la explotación agrícola si no corresponden a las claramente definidas necesidades sociales.
La viabilidad de este esquema requiere la participación activa de los sectores populares urbanos y de las organizaciones campesinas en el control político del proceso y en la discusión de las pautas generales para la planificación nacional del uso de la tierra agrícola. En síntesis, la propuesta está encaminada hacia la búsqueda de un esquema de reforma agraria que supere el estrecho criterio de la redistribución de la tierra, y más bien, asuma el manejo general del proceso de desarrollo agropecuario de acuerdo no a las erráticas fuerzas del mercado o a los intereses del propietario, sino en función de las verdaderas necesidades políticas, económicas y sociales del país.
Por último debe recordarse que desde la Reforma Constitucional de 1936 y la Ley de Tierras del mismo año existen en nuestro ordenamiento jurídico una serie de disposiciones progresistas que esperan su cabal realización. El concepto de expropiación, que está establecido en nuestra Constitución, no puede olvidarse y debe tenerse presente para su implementación en situaciones particulares y delicadas como las que se presentan en las zonas de violencia. Para ello, por supuesto, lo que se requiere es la voluntad política de hacerlo puesto que la norma hace medio siglo que reposa en la Carta Constitucional. Pero tal solución del problema nos lleva al asunto que está en el meollo de la cuestión agraria: la reforma agraria es indudablemente un asunto técnico, pero ante todo es un dilema político.
Ponencia presentada por el Dr. Álvaro Tirado Mejía, a nombre del Centro de Estudios de la Realidad Colombiana (Cerec), en el Seminario sobre Reforma Agraria organizado por el Instituto de Estudios Liberales en la ciudad de Ibagué, octubre 5 y 6 de 1984.