¿Tiene el Estado la voluntad política y la capacidad operacional para solucionar el problema de la tierra? Una hipótesis que ayuda a acercarse a la comprensión del problema es que el muy deficiente sistema de cartografía y registro de los derechos sobre la tierra ha favorecido la apropiación extensiva de una minoría de familias rentistas de la tierra y ha ignorado los derechos derivados de la ocupación y trabajo de la mayoría campesina que colonizó el país, haciendo que pierdan su patrimonio y se vean forzados a migrar a nuevas zonas de colonización, liberando predios al mercado informal por una fracción de su valor real. En esta situación, los políticos, sostenidos por las redes clientelares afianzadas en los clanes familiares dueños de la tierra, tienen muy pocos incentivos para mejorar el sistema de titulación de la propiedad y menos aún para buscar la distribución justa de la tierra.
El desorden e ineficiencia de los sistemas de acreditación de los derechos de propiedad ha sido funcional a una sociedad de acceso restringido, en términos de Douglas North, en la que una minoría monopoliza la tierra, paga pocos impuestos, crea poco empleo y captura el valor de la renta, que resulta de la inversión pública en el territorio. El componente principal del precio de la tierra es el costo de transferencia de los privilegios del monopolio. El mayor privilegio es la fijación de precios sobrevalorados, que a su vez transfieren la posibilidad de incrementarlos si las tierras se demandan para la producción o las obras públicas. En un mercado de tierras de esa naturaleza, los campesinos no pueden adquirir tierras productivas y tienen que migrar a otras regiones o a las ciudades, agravando los problemas sociales. Aun los agroindustriales deben buscar tierras nuevas en la periferia, como la Altillanura oriental del Vichada y del Meta, debido al alto costo de la tierra dentro del mercado. No hay duda, entonces, que la concentración de la propiedad, favorecida por la informalidad es un freno al potencial productivo, a la integración territorial y a la paz social, que el sistema político democrático debe solucionar.
Los obstáculos para arreglar el problema de la tierra son formidables, en virtud de la bajísima capacidad operativa del Estado y su desigual presencia territorial. La presencia diferenciada del Estado no es un fenómeno al azar, pues corresponde a la dinámica de creación institucional de abajo hacia arriba, de acuerdo con la relativa fortaleza o debilidad de municipios y departamentos, y esta, a su vez, refleja la disposición de las élites territoriales para financiar al Estado local con los impuestos sobre la tierra. Donde hay muy poca institucionalidad estatal, o donde esta se encuentra capturada por lazos clientelistas o mafiosos, el aporte tributario de los propietarios es muy bajo y la población sufre la carencia de bienes públicos que valoricen su trabajo y su propiedad. No sorprende entonces que el mapa de poca presencia institucional sea igual a los mapas de concentración de la tenencia en manos del latifundio poco productivo y de la periferia de la colonización campesina.
Un primer gran obstáculo para la formalización de la pequeña propiedad es el manejo de las tierras baldías, que fue regulado desde comienzos del siglo XIX para poblar el territorio y distribuir rentas de la tierra por servicios militares, deuda pública o pago de obras de infraestructura. Se suponía que el Estado adjudicaría la tierra a sus ocupantes a medida que se poblaba la periferia, pero la tardanza en hacerlo creó un mercado alterno informal de mejoras, con precios que apenas pagaban parte del costo de cultivarlas.
Los políticos, sostenidos por las redes clientelares afianzadas en los clanes familiares dueños de la tierra, tienen muy pocos incentivos para mejorar el sistema de titulación de la propiedad y menos aún para buscar la distribución justa de la tierra.
El sector campesino no beneficiario de la reforma agraria abarca las más de dos millones de familias dedicadas al cultivo de la tierra, de las cuales el 60 % no tiene título de propiedad. Cuando el Estado desarrolla programas de formalización aparece el primer obstáculo: distinguir si las tierras son privadas, abandonadas por su dueño, y en ellas pueden hacerse juicios de pertenencia para obtener el título por la vía judicial; o si son baldías, y se puede formalizar con la adjudicación de la Agencia Nacional de Tierras. El criterio práctico para hacer la distinción es la existencia, o no, de antecedentes en el Registro de propiedad. El Registro, sin embargo, no está homologado completamente con el catastro, que contiene el plano de cada predio, y los dos sistemas no se corresponden uno al otro. En 2016 el Instituto Colombiano de Desarrollo Rural (Incoder) hizo el estudio de títulos en Tierra Bomba, frente a Cartagena, una de las estructuras más antiguas de propiedad, y encontró que el catastro reportaba 1640 hectáreas y el registro acreditaba propiedad privada sobre 6400 hectáreas, y no precisamente de propiedad horizontal. Así, a cada hectárea en Tierra Bomba la disputan cuatro dueños simultáneos.
Como muchos baldíos solían formalizarse con juicios de pertenencia, como si fueran privados, la Corte Constitucional prohibió a los jueces civiles dictar esas sentencias si la Agencia de Tierras no había clarificado antes si se trataba de baldío o privado. Con esto se frenó en seco la formalización por pertenencia y regresamos al punto de partida. La historia registral de la propiedad exige una búsqueda arqueológica en archivos manuscritos o mecanografiados, mal archivados, en ocasiones incendiados, que solo parcialmente se han copiado en medio magnético y muchos de los cuales describen los linderos con accidentes del paisaje, que cambian con el tiempo. Si esa búsqueda no arroja resultados rápidos, se afirma que no existen antecedentes registrales y se aplica la presunción de ser baldío. Así se llega al absurdo de presumir baldías pequeñas parcelas en Boyacá o Cundinamarca, habitadas durante siglos y explotadas por generaciones.
Una primera solución general sería, regresando al espíritu de la Ley 200 de 1936, presumir privadas las tierras situadas en áreas de poblamiento y estructura de propiedad consolidadas, para facilitar en ellas que los jueces definan la pertenencia entre privados, y limitar la presunción de baldíos a las tierras desocupadas de la periferia agraria que, a su vez, deberían incluirse en la categoría de reservas ambientales, para cerrar la expansión de la frontera agraria de manera definitiva. Para empezar a solucionar el problema de la tierra, el país debe abandonar del todo la política de colonización, declarar el fin de los baldíos y pensar mejor en la distribución justa de los 40 millones de hectáreas de la actual frontera agraria.
No hay duda, entonces, que la concentración de la propiedad, favorecida por la informalidad, es un freno al potencial productivo, a la integración territorial y a la paz social, que el sistema político democrático debe solucionar.
Para contar con los instrumentos básicos para ordenar los derechos de propiedad, el país tiene sus esperanzas cifradas en la ejecución del Catastro Multipropósito, para el que se dispone de un préstamo por $ 100 millones de dólares del Banco Mundial y otro por $ 50 millones de dólares del BID. Si se calcula que con dispositivos GPS en terreno se pueden trazar los polígonos de cada predio con alto grado de precisión, aparece como primer obstáculo por superar el hecho de completar la red geodésica del país, a partir de la cual se determinan, por triangulación de los puntos del GPS, las coordenadas reales de cada perímetro predial. La red actual del Instituto Geográfico Agustín Codazzi (Igac) solo tiene sesenta puntos geodésicos repartidos en la geografía nacional y se necesita escalar la red varias veces para poder usar el GPS de manera general.
Actualmente hay una tensión entre los técnicos catastrales y el Gobierno, pues los primeros quieren un catastro multipropósito bien hecho, que es costoso y demorado, y el segundo quiere un catastro rápido y económico, como si se partiera de cero. Es mucho más difícil hacer un catastro cuando existe la historia documental de la propiedad y cuando esta tiene una tarifa legal, como en Colombia, donde sin título registrado no hay propiedad.
Del préstamo del Banco Mundial se destinaron $ 20 millones de dólares para tecnologías de información, empezando por la compra de espacios en la nube para las agencias públicas. Igualmente, para la integración funcional catastro-registro, siguiendo el estándar internacional Modelo para el Ámbito de la Administración del Territorio (LADM, por sus siglas en inglés) sobre administración de la propiedad de la tierra, que puede tardar diez años, y que ha avanzado un 70 %.
En 2016 el Incoder hizo el estudio de títulos en Tierra Bomba, frente a Cartagena, una de las estructuras más antiguas de propiedad, y encontró que el catastro reportaba 1640 hectáreas y el registro acreditaba propiedad privada sobre 6400 hectáreas, y no precisamente de propiedad horizontal. Así, a cada hectárea en Tierra Bomba la disputan cuatro dueños simultáneos.
Algunos municipios pueden financiar el Catastro Multipropósito y se ha demostrado que la rentabilidad de hacerlo puede superar ocho a uno la inversión con el aumento del recaudo del impuesto predial. Otros requieren cofinanciación del Gobierno y en los de menor capacidad debe hacerlo el Gobierno central. Los dos primeros pueden ser gestores catastrales, siguiendo los lineamientos del Igac. Los proyectos piloto del Catastro Multipropósito, como el de Ovejas, Sucre, y otros siete, han comenzado a mostrar dificultades. Para poder cartografiar con GPS, en Ovejas tuvieron que instalar un punto geodésico, y resultó muy costoso el trabajo social para clarificar la tenencia. La secuencia correcta, entonces, es comenzar por la red geodésica, que a su vez permite hacer las triangulaciones para usar los dispositivos GPS para delimitar los perímetros y áreas, actualizar el catastro y lograr la integración funcional catastro-registro. Solo así se puede hacer el ordenamiento social de la propiedad, que permitirá identificar los predios informales, los baldíos indebidamente apropiados, los territorios étnicos y las reservas ambientales, además de medir la demanda por tierras de los agricultores que carecen de ella o tienen muy poca, para incluirlos en programas de distribución de tierras.
Para preparar las capacidades estatales en el mundo rural, el Gobierno creó en 2017 tres agencias: la de Tierras, Desarrollo Rural y la de Renovación del Territorio, pero lamentablemente no dimensionó bien la planta de profesionales requerida para las tareas que les definió ni su distribución territorial. El país, además, ha perdido la masa crítica de expertos en el mundo rural, por los sucesivos cambios en la institucionalidad agraria y la pérdida de interés político en la reforma agraria. Ahora esas tareas estatales se encuentran en manos de contratistas temporales por servicios, sin el entrenamiento y supervisión adecuados.
En el Acuerdo de Paz con las Farc se adoptó el enfoque territorial como un paradigma nuevo para gestionar el problema agrario, que parte de reconocer la especificidad de los territorios para caracterizar y manejar el problema rural. El enfoque territorial busca valorizar las iniciativas de abajo hacia arriba y no seguir dictando políticas indiferenciadas desde el centro hacia las localidades. Cada territorio tiene que hacer el ordenamiento productivo, el ordenamiento social de la propiedad y definir la visión de desarrollo que aproveche sus ventajas competitivas en el mercado, contando con la participación de sus distintos grupos interesados. Ese enfoque exige fortalecer las capacidades de cada territorio para gestionar su desarrollo, con la creación de una institucionalidad compartida entre los municipios que conforman cada territorio.
Para empezar a solucionar el problema de la tierra, el país debe abandonar del todo la política de colonización, declarando el fin de los baldíos y pensar mejor en la distribución justa de los 40 millones de hectáreas de la actual frontera agraria.
Los compromisos estatales del Acuerdo de Paz incluyen la distribución de tres millones de hectáreas en diez años, la formalización de siete millones de hectáreas y la terminación del proceso de restitución de tierras despojadas o abandonadas. Además, la creación de la jurisdicción agraria, el Catastro Multipropósito y el cierre de la frontera agraria. En todos esos frentes se han dado los primeros pasos, pero los obstáculos institucionales mencionados permiten predecir que tomará más tiempo que el previsto y sus resultados incidirán menos de lo necesario para lograr el cambio social que necesita el mundo rural.
Una reforma rural integral, como la que se pactó para terminar la violencia del conflicto armado, no puede hacerse sin que exista una decidida voluntad política del Gobierno y una vigorosa organización de las comunidades campesinas, indígenas y afrocolombianas para presionarla. Ninguna de esas dos condiciones existe en la actualidad. Un Gobierno cuyo capital político proviene de su oposición al proceso de paz no tiene interés en agenciar el cambio estructural agrario y la continua matanza de líderes sociales y defensores de los territorios acelera la desorganización de las comunidades rurales.
Referencias
- North, D. (1981). Structure and Change in Economic History. New York: Norton & Co.